De La Jornada Semanal, 3 de marzo de 1996
Entre otros libros, Eduardo Hurtado es autor de Ludibrios y nostalgias, Rastro del desmemoriado y Ciudad sin puertas. Editor de poesía de La Jornada Semanal, publicó un ensayo sobre Eduardo Lizalde en nuestro número 35. Su revisión de las principales escalas de la poesía mexicana prosigue con García Terrés.
La generación de poetas nacidos en los cincuenta conoci mos la voz de Jaime García Terrés (México, 1924) hace treinta años, en las páginas iniciáticas de Poesía en movimiento. Ahí, un poco más adelante de Tomás Segovia, entre Jaime Sabines y Rubén Bonifa z Nuño, brillaban los versos acordados y desconcertantes, musicales y mordien tes de nueve poemas: "La bruja", "Una invocación (Guanabara)" e "Ipanema " abrían las puertas a un territorio formado por cavernas de aire vivo, un Sur nacido en los barcos y unas olas sembradas en el viento; seducido por esta atmósfera, uno entraba confiado al adverso paisaje de "La fuente oscura", "Las tinieblas de Job", "Destierro", "Cantar de Valparaí so", "Letanías profanas" y "Toque del alba", donde un personaje sin pronombre se declaraba enemigo de merodear "al margen de los cánticos".
Al pie de estos poemas, claves de un código más vasto, brillaban los títulos de dos libros de poesía: Las provincias del aire (1956) y Los reinos combatientes (1962). Leerlos representó una lección indispensable para quienes empezamos a escribir por aquellos días, entre la in sistencia de los sueños y los reclamos de una punzante realidad. A las voces de una generación que anunciaba su origi nalidad con la rabia amorosa de Sabines y la comunión en el exilio de Rubén Bo nifaz Nuño, Jaime García Terrés agrega ba una apuesta poética hecha de inteligencia y de pasión. Hoy releo la suma de estos términos en la edición conmemo rativa de su 70 aniversario, que recoge en un solo volumen Las provincias del aire y otro de sus títulos cardinales: Todo lo más por decir (1971).
Inteligencia y pasión: se dice pronto, pero toda la aventura de la poesía moderna está marcada por el afán de regis trar y conciliar estas dos fuerzas. En la obra de García Terrés hay ese logro ex traordinario: el haber ejercido su inestable equilibrio, agua y sal, sombra y luz de su vasta escritura. Este volumen especial de la colección Tezontle del FCE (ilus trado con una galería de la pintura ronca y visceral de Gunter Gerzo) reitera la constancia de ese ejercicio. De un libro al otro hay quince años de vicisitudes, y en cada poema una rara elocuencia se impone sin traicionar la sobriedad:
Jaime García Terrés, ca. 1980 Foto: Lola Álvarez Bravo
El rey ha muerto:
que lo sepan todos.
Grandes y pequeños lloren
sobre su manto.
Al alba se fijaron los edictos.
Y ya los labios del cortejo
murmuran sin descanso la oración
suntuaria.
(Muros de olvido. Se llevaron
el rápido calor de su aposento.
Ya no suenan los días en caracolas.
Un lecho inmóvil ciega la ventana.
Se llevaron con grave diligencia
la forma de su rostro, las sílabas
tranquilas de su nombre.
Borraron las pisadas
y secaron las fuentes.)
Un aliento apacible enciende las imágenes de un breve mito, pero a su lado corre, como un cauce gemelo, la realidad que las vulnera. Este rey no es "la metá fora de un sentimiento" (Hölderlin), sino el pretexto para decir un hallazgo que debe compartirse sin alarma:
Y que diga la voz de todas las aldeas
cómo la noche se miró en sus ojos;
...cómo
la vida es vaho,
ligera mano que humedece
la palma de la mano, y luego
nada.
Toda la poesía de García Terrés se rige por esta ambigüedad: en medio del sueño , "el vendaval de la vigilia". En apariencia, todo descansa. Pero en el corazón del poema, el caos lucha por ordenar sus materias. Con el ritmo grave y austero de esas gimnopedias que los griegos danzaron contra la piedra esponjosa, estos poemas cantan entre de solaciones. A veces, su consistencia hace pensar en un rigor contenido. Al contra rio: García Terrés ha ensayado como po cos las paradojas de la cifra y el signo. El salto mortal de su aventura ocurre siem pre en el escenario simultáneo de la vida y el polvo. Ese salto requiere de un deli cado dominio: por eso sus poemas conversan con una pausada respiración. No es a fuerza de corregirse sino a fuerza de insistir como propone sus asuntos. Su ceniza es el fruto de una invisible agita ción. Ceniza fértil:
Nace un valle amargamente blanco.
Y el silencio,
creciendo como espigas,
se contempla desnudo.
Atrás, muy atrás, escondidos
en un rincón del tiempo
han quedado los murmullos,
el vértigo primero,
las móviles orillas...
Pero García Terrés no predica con el si lencio. Antes, su poesía parece oscilar entre la intensidad del lirismo y la amplitud de la prosa. Como cierto Vallejo, construye su verdad contra la nada ape gado a las cosas de este mundo. Si su poesía insiste en recordar el polvo, es sólo para afirmar su codicia de la vida. El poema es, en sus palabras, "corazón y constancia de la tribu", y él asume, sombrío, la crónica de un siglo sin me moria, que ha olvidado las lecciones del milenio.
Para García Terrés la poesía siempre ha sido, dice Octavio Paz, "oniromancia": ver a través de los sueños. Pero esos sueños descubren, a menudo, el corazón de la sombra: un mundo de retazos remendados con lo mismo de siempre. El poeta, visionario de un sueño consagra do en la palabra, debe insistir en las evidencias de su derrocamiento. Junto a las treguas de ese sueño combatiente, Gar cía Terrés recrea, como un segundo sue ño insoportable, la verdad fastidosa, la triste verdad. Para él, condescender es una manera de abdicar al rango apostólico y heroico del poeta, convencido, co mo Pound, de que el olvido de la historia es el cáncer de la especie.
Ni civil ni intimista, su poesía (como ha visto José Emilio Pacheco) elige el mundo entero como escenario de sus reflexiones. Viajero, las ciudades de sus poemas borran las líneas de la geografía, transfiguradas por una corriente de mar y de lava:
Después de la crecida marea
o después
de los caminos duros y la ausencia,
te descubro, ciudad. Eres la misma?
...Allá lejos las olas
reventaban la noche.
Y tu voz florecía
de lava, de cristal profundo,
de pedazos ardientes.
Ciudad, ciudad esquiva, llena de fatigada
mansedumbre,
eres la misma? Di.
Ulises en Ítaca. No hay nombres propios en estas calles. La ciudad que soñó en el exilio, la de su lengua, la de sus muertos, ha sido sepultada por la cicatería de los hombres, los destructores de cualquier cosa. De Grecia a México, de Nueva York a Rapallo, la poesía es un recuento de desastres, pero también de reinados efí meros por los que vale la pena vivir. Un recuento y una conversación: Donne , Marvell, Blake, Yeats, Kavafis, Gottfried Benn, Pessoa, Eluard, Ungaretti, Eliot, y desde luego Quevedo, Góngora, Vallejo, Nicanor Parra... Los inconformes, los defensores de una Ciudad "donde la vida comulgue con la vida."
En estas voces encuentra García Terrés la réplica de su búsqueda. Para traducir su propia rebeldía, para entender la en los otros, recoge los fragmentos, calcinados o ardientes, de una larga tra dición: como quien no cesa de aprender la lengua familiar y busca en todas las lenguas el renovado misterio de los mismos nombres. Ésta es la hipótesis de trabajo que le permite a García Terrés, armado de un batiente escepticismo, encontrarse en la incertidumbre:
Yo no sé muchos nombres de volcanes
o selvas;
esta parte del mundo para mí representa
unas doscientas almas (digo
doscientas por decir) que miran a lo lejos
de distinta manera cada una
con cierto dejo de común azoramiento.
Oigo silbar el viento rústico,
no rehúyo cantar a nuestra fauna
ni soslayo la tierra mitológica; pero
esta parte del mundo se refleja
mejor en tal estela de miradas
sensibles a las mías;
fosforescentes aventuras desiguales
que hienden el sigilo de la ronda.
El personaje que recorre los poemas de García Terrés no es un yo colectivo ni un yo absorto: es (revela de nuevo Paz) el hombre entre los hombres. Un hombre agobiado, sin embargo, que carece de humor y de ternura. De pronto, su voz adquiere el tono moral y sentencioso del Eclesiastés. Admite su acendrado fatalismo, aunque afirma su fe en la encarna ción de los nombres. La tensión de esta poesía surge del choque de su temperamento pesimista con su confianza en la imaginación y en la palabra. Para García Terrés, como para Pound, no es posible encontrar la paz mientras el mundo sólo quiere la guerra, pero no ignora "la gula de vivir en cuerpo y alma".
Volver a Ítaca es mejor que llegar a Ítaca "cuando guerra tan sorda nos abru ma". Como huesos sembrados en la lava, su poesía revive los monstruos y los sue ños, los puertos y los mares del trayecto.
Por su claridoso reclamo, por su exigencia y su densidad (y no por su "her metismo", como dicen algunos por prejuicio) la obra de García Terrés no ha suscitado el mismo entusiasmo que la de otros autores de su generación. Quién quiere leer un inventario de polvo junto a la crónica de su indolencia? Sólo quien se atreve a creer que la aventura de la poesía cambia la vida. Urge correr la voz que anuncie los motivos, la hermosa y dura verdad de este poeta necesario.