De La Jornada Semanal, 3 de marzo de 1996
Esperanza López Parada es autora del libro de poemas Los tres días, que tuvo notable éxito de crítica . Se doctoró en la Universidad Complutense de Madrid y ha sido una de las principales voces de la revista madrileña El crítico.
Cuando la versión corregida de la Biblia se impone en los Esta dos Unidos, hacia 1884, se levantan protestas que reivin dican la antigua traducción inglesa, la del rey James, aqué lla en la que sin duda Dios habría dictado sus leyes. El suce so le sirve a Julien Green para destacar el suave, el liviano ejercicio que hace d e una obra no redactada en nuestra lengua patrimonio absoluto de ésta; libros que no nos pertenecen y que se convierten un día en propiedad, en linaje, a través de ese juego imprudente y delicado que llamamos traducir.
En el fondo, por él pareciera negarse el tiempo, la separación, las diferencias. Por esa práctica ideal no se está más que proponiendo para todos los hombres una misma alma, aunque diversamente encarnada, un mismo espíritu que prevalecerá a pesar de sus variantes, sus dia lectos, sus acentos parciales.
Hay, así, dos talantes de traductores: el traductor romántico e inocente, traductor a lo Green o a lo Walter Benjamin, que traduce para negar Babel, garantizar el diálogo total de las razas y probar la existencia divina. Y hay otros más escép ticos que saben que la traducción es un imposible, acatado o sufrido sólo para aumentar el brillo del propio idioma, para dotar a un pueblo joven como quería Dante Gabrieli Rossetti con un caudal suplementario de belleza.
Jaime García Terrés Foto: Luis Humberto González
¡Ay de nosotros si queremos mejorar la poesía que traducimos! , se lamenta Giórgos Seféris, precisamente en el cas tellano de García Terrés. Más acá o más allá del modelo, cuya forma primigenia no deja de pregonar nuestra infidelidad, siempre nos hallaremos por debajo de aquél . Ahora es Terrés el que nos habla para decirnos que todo está perdido y que, si se traduce, es desde este inclemente derrotismo. Una vez que se admite, se puede continuar traduciendo en el tono y en el grado de lealtad que cada quien prefiera, con las inflexiones y debilidades de cada uno. Porque, en definitiva, la traducción no tiene que de mostrar ya una utópica proximidad entre idiomas ni la ilusión ilustrada e ingenua de su equivalencia mutua.
Y el traductor, García Terrés en este caso, no está transportando un texto a otra lengua, lo está llevando a su propia lengua, a su voz única, a su dicción, al modo y los gestos con que él se expresa. Toda traducción es otro acto más de ha bla y, como tal, toda traducción es individual, doméstica, singular, intransferi ble. Puesto que el lenguaje hospeda a la par el ser y el no ser , ella está ahí para asegurar uno y otro, para demostrar am bos dentro de cada lenguaje.
Desde esta paradoja que la traducción proponga la universalidad de lo co municable con voces siempre particulares, por más que se prometa ser fiel a la obra e intentar no desviarse, García Terrés parece reconocer que se desvía, se sabe ya infiel, personal, partidista. De hecho, pocos traductores encontraremos que, como él, tanto cedan de sí mismos, de su ideolecto, de sus maneras verbales, al objeto de su interés; pocos que traduz can con tanta magnificencia, que tanto agreguen, como Dryden consideraba ne cesario para no generar de resultado un cadáver sino, en cualquier caso, un cuer po controvertido.
Aunque no riguroso en el sentido de económico o recatado, García Terrés ja más ha ejercido de traductor raquítico . Ha habido siempre un vuelo amplio, un gesto señorial y abarcador en su forma de administrar los bienes comunes de la lengua. Una expresión como holden, por ejemplo, referida a cisnes en aquel poe ma de Hölderlin"Hälfte des Lebens", que Michael Hamburger redujo a la voz inglesa lovely , voz de porcelanas y de chinoiseries encantadoras en el estanqu e del tipismo y de la cursilería minuciosa, Terrés la viste con la nobleza de la pala bra benévolos y, por su medio, envuelve a aquellos animales de la condición de bienpensantes. Se convierten, de nuevo, en los pájaros proféticos y magnáni mos en un diálogo de Platón.
Si al buen traductor se le exige tanto talento o el mismo de lo que va a traducir en cierta cláusula de su credo, re gistrado y redactado por Vladimir Nabokov, García Terrés hace gala de un a abundancia de ingenio: es incluso más ingenioso que el poeta de lo isabelino, John Donne. Incurre así en un pecado de soberbia y habilidad, pero salva un ver so, desoído y maltratado por el mismísi mo T.S. Eliot.
En aquel poema magistral, "The Extasie", John Donne había colocado dos amantes, dos recíprocos devotos on e another best, sentados, reposando juntos todo el día, sin ninguna otra voluntad sino permitir que sus almas dialoguen y negocien antes del comercio de los cuer pos. El lugar donde ambos yacen, la región preñada con su demora, ondulada como una almohada like a pillow on a bed / A pregnant banke swel'd up , ese sitio había dejado perplejo a Eliot por el exceso machacón de los convexos: No es edificante creía, ni particularmen te útil, comparar una colina con una almohada, y es inútil agregar que está so bre el lecho. Y en un poeta como Donne, a nada salvo a impericia podía atribuirse aquel sustantivo banke, que Eliot entendía entonces como monte y que, empare jado con el adjetivo pregnant, resultaba, cuando no embarazoso, al menos ciertamente burdo y redundante. Eliot no ha bía escuchado dentro de él la connota ción fúnebre de mound, una connotación en la que el poema insistía en sus toques mortales y sus enamorados descansando a la espera de la resurrección literal de la carne. Mound significa y señala el túmu lo celta bajo el que se enterraba, montículos preñados en efe cto y lechos mortuorios sin duda.
Pero un traductor como Terrés, que traduce desde la singularidad, desde la conciencia de que cualquier entendimiento es solitario y propio, rebusca en sus raíces clásicas, desecha el tinte intraducible y sajón y da a ese sentido funerario una réplica cóncava y griega. Banke se cambia ahora por orilla, algo que es receptáculo, recipiente, bahía al otro lado de la laguna en que aguardan las ánimas. Los versos se trastuecan con una referencia más enigmática. Ahí don de la cabeza se reclina es en el lecho y en la ribera de la muerte, también preñada, pero con una preñez inversa, vuelta hacia dentro, en la hondura excavada de la otra vida.
Aún así, nadie debe llamarse a engaño: García Terrés no se complace en estos cambalaches eruditos, en estos paseos por la cuerda floja de las etimologías. Si ha de haber erudición, ésta se circunscri be al verso, se despliega en su interior, iluminada y deslumbrante. Terrés ha te nido el gusto de no producir teorías sobre la traducción, tan sólo practicarla; el gusto de introducir cualquier reflexión que se le destine en el trabajo concreto, puntual, emprendido. García Terrés ha traducido como el que reconstruye un tapiz o un mosaico, ingresando grandes parcelas de su conocimiento en el asunto de su precupación y de sus restaura ciones. Toda indagación tiene que sentirse en el poema y toda exégesis es en él donde encuentra su destino.
Quizá porque, para Terrés, cualquier actividad que se precie no es sino la suma de poesía y crítica, su perfecta sim biosis. Y la traducción, en cuanto recrea el impulso primero del poema, es poé tica; en la medida en que, al traducirlo, lo comprende, lo sopesa y lo juzga, es igualmente crítica. Como acto discrimi natorio y valorativo, la traducción desempeñaría entonces paralela función a la de un canon o una vacuna, aquella vacuna que exigía Pound a todo lector, curándonos de ilusorias o circunstanciales adhesiones, del cultivo errado de lo que no es bueno o absoluto. Traduciendo, quién duda que García Terrés no haya configurado su genealogía, su ideografí a estética y admirativa, el mapa de lo que él considera hermoso.
Kavafis y Sikelianós, Odisséas Elytis con la nota explicativa de Lawrence Durrell; Blake, cummings y el poema estremecedor "Los muertos en Europa" de Ro bert Lowell, Rousseau y Segalen y Henri Michaux y, sobre todo, Novalis y Benn y Georg Trakl; más que apropiarse de esta biblia diversa, es él, Jaime García Terrés, el que, traductor escéptico, se suma a una corriente extensa y se define po r ella. Pertenece de esta manera a esa mermada pero eficaz línea de autores hispanos Alfonso Reyes mirándose en Chesterton, Carlos Riba en las aguas ele giacas de la poesía clásica, Paz orienta lista o Marià Mannent frente a la antigua poesía irlandesa que buscan en lo que hacen asentimiento y refutación, a la vez, de sí y de lo suyo.
Y si traducir resulta una vía excelsa de ejercer la crítica crítica del idioma re ceptor y de la lengua nativa; de ambos poetas, el que escribió y el que traslada; crítica del texto mismo, la prueba de fuego de toda traducción, una especie de cuadratura del círculo de su imposibi lidad, la representa y ocupa la "Carta de Lord Chandos" que descubrimos un día en la audaz versión de Jaime García Te rrés para no poder olvidar ya nunca. El inválido protagonista de Hugo von Hof mannsthal había perdido toda capacidad de transferir a la escritura la materi a sonora, vital, no lingüística y plena del mundo. Dudaba, desde ese momento y desde su desgracia, de cualquier comu nicación entre lenguas, dudaba de cualquier conversión de la vida en sintaxis, en frases y secuencias dichas, e inauguraba un forzado silencio. Y ante su abismo de ansiedad, su tamaña desesperación de las palabras , el traductor que quisiera exponerse a ese peligro , trabajaría en contra suya, traduciendo lo que niega toda traducción, la pone en jaque y manifiesta incluso su inconveniencia, su ineficacia, su fracaso.
Hay, sin embargo, un último poema, un poema del viejo Yeats, en el que éste se considera pasional, arrebatado, enloquecido y dispuesto a ceder ante el des orden, a perder el nombre y la mesura, a pensar cada cosa en la más honda médula del hueso, con tal de escribir luego una canción perenne y verdadera. Donde Yeats ruega seguir con los años pare ciendo un necio a foolish, passionate man para mayor gloria de la poesía, Terrés traduce que sean los años los que le conserven la cálida apariencia de un insensato, de un apasionado . Al lado de esa alabanza del vacío que era la "Carta" de Hofmannsthal, figura en el inventario de lo traducido por García Terrés esta ple garia de un irlandés que no abdica ni cede ni se declara vencido: ¡Ah, quién soy yo para temer el riesgo de que me llamen loco, en aras de una canción!
Se escribe, se envejece, se traduce Terrés lo ha hecho así para comprobar una verdad: que en sus múltiples formas, aun en aquéllas que la rechazan, el poeta y el traductor seguirán arriesgando su cordura y su prestigio para la con quista o la versión de un buen poema, propio o ajeno, que al fin son lo mismo y una sola cosa.