Enrique Singer adapta y dirige uno de los dramas shakespreanos menos conocidos entre nosotros y le devuelve, actualizada, la enorme carga política que tuvo en su momento. Como se sabe, este Ricardo II fue censurado en su época, modificando las entonces peligrosas escenas del Parlamento en la que el rey es depuesto; la obra, sin mutilaciones, fue representada por varios cómicos sobornados por el duque de Essez la víspera de su conjura: el teatro entonces gozaba de popularidad tal que podía ser un poderoso instrumento politico. Para nosotros, ese monarca medieval que llegó a un cierto desquiciamiento causado por su corte de aduladores, que arrendó el país -en palabras de Juan de Gante- y cuyos impuestos onerosos a todas las clases y sus exacciones a los ricos burgueses, sirvieron para prodigar fortunas entre sus allegados, tiene una resonancia muy actual. También lo tiene el abandono que sufriera por parte de quienes antes lo adularan sin tasa.
Singer elimina personajes y corta escenas enteras, pero hace aparecer desde un principio al rey depuesto y prisionero, adjudicándole los mismos parlamentos que tiene en las últimas escenas, como si el transcurso de la obra fueran los momentos recordados, al iniciar su soliloquio: ``Estoy ingeniándome cómo podría comparar esta prisión con el mundo..." Este recurso le permite un espléndido juego entre los dos Ricardos, el preso que se convierte en premonición del futuro que atañe al otro, el libre y soberano. Ricardo preso advierte cómo los cortesanos que rodean al Ricardo libre le hacen infernales muecas de escarnio, Ricardo libre, por momentos se mira en los ojos del otro y sufre espanto. Poco a poco ambos se acercan, reproducen la escena del espejo, se unen por una cuerda de la que el preso tira al libre y casi lo arrastra, antes de confunrise en uno solo. Las luchas por el poder, la traición de los cortesanos, son reflexones que se unen a la de la libertad interior alcanzada con el derrumbe de todo y la razón recuperada en la desgracia.
Gabriel Pascal diseñó una escenografía que recuerda una prisión -aquella en la que el recuerdo hace desfilar a los personajes- con un muro quebrado cuya rotura va hacia el infinito y una claraboya enrejada, pero también con puertas encortinadas y un piso en diferentes niveles que permiten un trazo escénico de excelentes composiciones y que también marca con sutileza los descendimientos del rey Ricardo; la escueta escenografía es reforzada por el arte de iluminador que tiene Pascal. A esta escenografía se corresponde el vestuario diseñado por Macarena Folache y Monica Neumaier, más cercano -sin exactitud total- a la época isabelina que a la medieval y cuyos ruedos y mangas de propósito deshilachados, amén de alguna sucia mancha en las culzas, producen en el espectador la impresión del desorden imperante en esa época y en esa corte; los trajes se van modernizando, aparece un policía que bien puede ser un zuave y poco a poco los personajes de la nueva corte, la de Lancaster ya Enrique IV, empiezan a aparecer como modernos funcionarios, hasta que todos, incluido el nuevo rey, nos presentan la atildada apariencia de la nueva y tecnócrata clasi de los dueños del poder actuales.
Con ser tan audaz la propuesta, que nos ubica entre otras cosas en tiempos -reminiscentes de la Guerra de las dos rosas- en que los grupos de poder se concertaban e igualmente se deshacía, tan parecidos por desgracias a lo que ahora nos acontece; con ser tan audaz, repito, en todos sentidos la propuesta, no se queda en simple audacia. Los tonos marcados por Singer desentrañan a los personajes y a la emoción del momento en que viven. Grave el del Ricardo prisionero de Alberto Lomnitz, frívolos y vacuos los del Ricardo del principio y su corte, airados en Enrique y Northumberland, marcan los contrastes desde las primeras escenas. Lo mismo ocurre con los ritmos, muy cambiantes según lo requiera cada escena y con un trazó simbólico que hace desdencer a Ricardo mientras Enrique asciende.
A los apoyos antes señalados habría que añadir la música de Carlos Warman y un muy buen reparto que el director supo homogeneizar. Con estar bien todos -con los altibajos que es de esperarse- me gustaría detenerme en tres actores de generaciones diferentes que sacan el mejor provecho de esos grandes papeles shakespereanos que permiten el mejor desempeño actorl. Juan Felipe Preciado hacía mucho tiempo que no lograba una escena tan memorable como la de la imprecación moribunda de Juan de Gante. Arturo Ríos recorre una amplia gama de matices, desde la cruel frivolidad del débil monarca hasta el desamparo, bordeando el desequilibrio sin llegar a desbordarse, Rodrigo Murray, el más joven de los tres, transita también de la airada soberbia a la ambición más decarada y fría: hay que apreciar su intensidad cuando acaricia la corona, en esta puesta en escena tan cuidada que hasta la aparición de una simple naranja resulta una feliz solución en determinado momento.