Jaime García Terrés comió en mi casa hace apenas quince días, y me ha llenado de asombro y de dolor su muerte repentina.
Desde los primeros años de la aparición del suplemento México en la Cultura, él fue el segundo de abordo y gracias a la fundación de la revista de la UNAM, manifestaba una especie de don para descubrir a los grandes escritores desconocidos. Este gran atributo suyo ayudó mucho al auge de la cultura en México.
Nacido entre libros, Jaime murió entre ellos; algunos de los ejemplares de su biblioteca se remontan al siglo XVI y tenía, según recuerdo, un impreso de Fray Bartolomé de las Casas.
Hablaba por lo menos cinco idiomas. Conocía muy bien el francés, el portugués, el inglés y algunos otros, lo que le permitió traducir con impecable maestría a los mayores poetas. Cuando fue embajador en Grecia se hizo amigo del gran poeta Seferis, a quien también tradujo.
Hombres afectuoso, García Terrés abrió puertas a los jóvenes escritores cuando fue director del Fondo de Cultura Económica y siempre alentó con gran afán la cultura nacional.
Tuve con él una amistad muy estrecha durante treinta años. De continuo leo y releo sus extraordinarios libros críticos. Durante los últimos años, cuando coincidíamos en reuniones, siempre nos sentábamos juntos: él continuamente fatigado y sin poder bailar, y yo con una pierna rota que casi me impedía moverme. Pero ello me permitía admirar su ironía constructiva, sus juegos literarios.
Hasta su muerte, Jaime dirigió la Biblioteca de México, misma que ensanchó de manera notable, y publicó asimismo La Gaceta en una serie de revistas que lo hicieron famoso. Casado con la hija del gran cardiólogo, el doctor Ignacio Chávez, Celia y Jaime formaban una pareja ejemplar.
La muerte de García Terrés ha significado una gran pérdida para la cultura mexicana, y también para sus amigos íntimos que tuvimos la fortuna de conocerlo y de admirar su fina ironía y su afecto entrañable.
De acuerdo a su carácter paradójico, Jaime murió sin que los médicos supieran de qué moría.
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