Los escenarios se multiplican en nuestra vida pública; los hay inmediatos y punzantes o bien mediatos y causantes en mucho, tanto de los primeros como de los que, sin voluntad propia, nos encarrilan por caminos extraños. El pasado 1o. de mayo, el creciente desempleo, los abultados pagos al exterior y el increíble tónico a la banca, los bloqueos oficiales al diálogo en San Andres Sacamch'en, las denuncias yanquis sobre blanqueo de dólares y otros más, son cuestiones que nos deslumbran diariamente; pero entre las profundas, casi imperceptibles y más preocupantes, está la que sigilosamente nos lleva de la condición de un Estado constitucional a la de un Estado inconstitucional.
Ya lo hemos comentado. El artículo 135 no otorga al Congreso facultades absolutas y sí relativas por cuanto que las adiciones o reformas que preve no connotan cambios al espíritu o al texto sustantivo de la Ley Suprema. Si se reúnen las condiciones señaladas en dicho 135, el Congreso podrá reforma o adicionar la Constitución, perfeccionándola en función de nuevas circunstancias sociales, pero de ninguna manera cambiarla por una contraria a la sancionada por el Constituyente. Entender de otro modo nuestro Código Constitucional es tan ilógico como opuesto a la doctrina general y a nuestras tradiciones jurídicas, ya que una semejante interpretación supondría capacidad en la legislatura ordinaria para sustituir y hacer a un lado al cuerpo constituyente del Estado. Ahora bien, en el caso concreto de nuestra vida política se agregan a la lógica y a la teoría constitucional aportaciones que confirman la relatividad del mencionado 135. La precedencia del Decreto de Apatzingán no impidió a los diputados de Chilpancingo señalar, en el artículo 237, que ninguna ley podría, en cualquier situación, proscribir o metamorfosear los artículos esenciales configurativos de la república prescrita. Por cierto, la lúcida concepción de la insurgencia es aceptada en nuestro tiempo por los más distinguidos comentaristas del constitucionalismo contemporáneo, a saber: sólo un Congreso constituyente, depositario directo de la soberanía del pueblo, puede cambiar artículos esenciales y configurativos de un Estado, potestad esta que es totalmente ajena al Congreso ordinario. Por su lado, el artículo 171 de la Constitución de 1824, que absorbió el Acta del mismo año, prohíbe la reforma de sus artículos sustantivos: libertad e independencia de la nación, religión hasta 1857 tuvimos Estados confesionales, forma de gobierno, libertad de imprenta, incluída la de pensamiento, y división de los poderes. Aún más. El artículo 135 vigente reproduce el 127 de la liberal de 1857, y éste, acunado en el marco de 1814 y de 1824, es obviamente limitativo y no cabal si en cuenta se tienen, entre algunos más, los artículos 1o. y 80 que prevén, el primero, el respeto y mantenimiento de los derechos del hombre, y el segundo, la radical negación de reunir en una persona o corporación los órganos del Estado, o a depositar el legislativo en un individuo; por tanto, la facultad del artículo 127 no es aplicable a las garantías individuales ni a la división de poderes, juicios válidos para el 135 actual si se tienen en cuenta los diversos 1o. y 49 de la Ley queretana. Y por supuesto la relativización de las facultades del Congreso ordinario en materia de adiciones y reformas cubre la desafortunada expresión de constituyente permanente usada con sorprendente ligereza desde hace años.
Las conclusiones caen por su propio peso. Sin ninguna excepción, las reformas hechas contra el espíritu y texto sustantivo de la Constitución revolucionaria de 1917, que en indebido ejercicio del artículo 135 han venido haciendo las legislaturas ordinarias desde la reelección de Obregón hasta el presente, comprendidas las que angostan la libertad al permitir, por ejemplo, el espionaje telefónico, son inconstitucionales por origen, al provenir de autoridades incompetentes para gestarlas y sancionarlas; y como tales cambios son hartos resulta que, al incorporarse en la Carta Magna, inducen el salto cualitativo que va del Estado constitucional al Estado inconstitucional, y sus efectos trepidatorios y desestabilizantes de los órdenes ético y jurídico necesarios al desarrollo próspero y pacífico de la sociedad. Es claro que los llamados a la reforma del Estado orillan al país a revisar sus estructuras políticas a través de la puesta en marcha de su propia soberanía en un Congreso constituyente, y no a la simple reglamentación electoral, porque la pureza o impureza del sufragio ciudadano está condicionada por la pureza o impureza del conjunto del Estado; o usted cree que las cosas sean de otra manera? Por razones de espacio dejamos muchísimas posdatas en el tintero.