Bernardo Barranco V.
El nuevo protagonismo de los obispos

Frente al derrumbe del socialismo, muchos analistas pronosticaron que la Iglesia católica encontraría en el capitalsmo el aliado perfecto para robustecer su presencia y su proyecto. Sin embargo, en la encíclica Centesimus annus, mayo de 1991, el papa Juan Pablo II sentenciaba como ``inaceptable la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica''. La postura crítica frente al capitalismo fue confirmada, una vez más, por el pontífice el pasado 22 de marzo de 1996, en el discurso inaugural del Coloquio Futuro del Trabajo y el Trabajo en el Futuro, realizado en Roma, señalando de manera categórica: ``La prosperidad y el crecimiento social no pueden realizarse en detrimento de las personas y los pueblos, y si el liberalismo o cualquier otro sistema económico privilegia a los poseedores de capitales y hace del trabajo sólo un instrumento de producción, se convierte en fuente de graves injusticias''. Ya en Santo Domingo 1992, los obispos latinoamericanos se pronunciaron por una especie de guerra santa contra el neoliberalismo, porque provocaba inestabilidad social y un dramático deterioro en el nivel de vida de la población, particularmente entre la más marginal. Dichas críticas no se reducen al ámbito económico; es muy común encontrar rechazo a las fórmulas políticas autoritarias y particularmente a las formas modernas de la cultura, la permisividad a la indiferencia religiosa y la individualización de las creencias.

En suma, la Iglesia católica guarda distancia frente a los sistemas liberales y neoliberales y en ciertos momentos los combate abiertamente. Los hechos recientes parecen confirmar un creciente nuevo protagonismo crítico y abierto de la jerarquía católica en América Latina. Quizá el caso más espectacular es el argentino, en que el presidente Menem calificó de ``necios e hipócritas'' a los obispos Miguel Hesayne y Justo Laguna de la Pastoral Social argentina quienes, previamente, habían criticado duramente el modelo económico y habían pedido al gobierno humanizar la economía. Otro ejemplo lo encontramos en Colombia; ahí los obispos han denunciado con especial énfasis la corrupción gubernamental, en medio de una crisis política sin precedentes, al grado que el presidente Samper, sospechoso de fraude electoral, encubrimiento y enriquecimiento ilícito, suplicó a los prelados colombianos ``no agregar más sal a las heridas abiertas'' y no provocar más polarización en el país; los obispos respondieron solicitando la renuncia del presidente para garantizar la libre investigación de las acusaciones que le imputan. Encontramos casos similares en Venezuela, Perú, Bolivia y Nicaragua, país envuelto en un difícil proceso electoral presidencial.

En México, la crítica de los obispos al modelo económico seguido por el presidente Zedillo ha sido motivo de constantes roces, fricciones y desencuentros entre el gobierno y la jerarquía católica. La disputa abierta que tuvieron obispos y presidente en Los Pinos, durante la 59 Asamblea ordinaria de la CEM, en octubre de 1995, en la que el presidente Ernesto Zedillo invitó a la jerarquía a no sólo criticar la estrategia económica sino a proponer alternativas. Otro momento delicado fue tanto la forma en que fue organizada la visita del presidente al Vaticano, como el regaño, a juicio de muchos, que abiertamente Juan Pablo II propinó al gobierno por los estragos sociales del modelo económico seguido. Esta actitud de los representantes católicos se ha reconfirmado en la edición del Proyecto Pastoral de la CEM 1996-2000, en la que los prelados afirman: ``Repetidas veces hemos manifestado nuestra preocupación porque la crisis actual y el modelo económico seguido en el país han provocado el desempleo creciente, el salario insuficiente, el alza de precios, el cierre de empresas, la devaluación de la moneda, lo que ha afectado gravemente al pueblo, sobre todo a los más débiles''. No queremos con esto menospreciar otros puntos de litigio entre la Iglesia y el gobierno mexicano, como la política de planeación familiar, la enseñanza básica, los medios de comunicación, el caso Posadas, por señalar algunos; sin embargo, el disenso sobre lo económico parece lo medular.

En la década de los años 70, la jerarquía católica latinoamericana ganó influencia política, oponiéndose a la ola de gobiernos militares que se encaramaron en el poder en casi todo el continente. La Iglesia católica desplegó acciones puntales en torno a la opción por los pobres, construcción de espacios de libertad y agregación social, defensa de los derechos humanos, etcétera, que le valieron ganar peso moral y centralidad social. Dicha visibilidad se fue desdibujando con el ascenso de la democracia y la multiplicación de espacios de actuación como los partidos, los sindicatos, nuevos movimientos sociales y las ONGs (en su mayor parte de herencia católica). Actualmente, los signos son cada vez más claros, la jerarquía parece resurgir con fuerza, criticando abiertamente las políticas económicas y sociales; por tanto, las Iglesia ha vuelto a servir como caja de resonancia de los clamores críticos de numerosos sectores de la sociedad que demandan y exigen la revisión de la estrategia económica neoliberal así como una nueva política social.