Es la falta de retorno lo que define nuestra existencia. Salimos del dormitorio (suponiéndolo concha primigenia de cada día, lo que no aplica a todos) y ya ese simple acto no tiene retorno. La luz de la mañana, el teléfono que trae una voz inesperada, otra historia distinta de ese amanecer personal o los eventuales sueños en curso cuando riiing. Pudo ser la puerta, le lavo el carro, o un amigo que hace tanto, pasa, súbele, un café?, no me he bañado, ve qué tiradero, y tú qué cuentas?, es que anoche.
Otra historia. Sin retorno. El amigo también salió de su madriguera, cogió el teléfono o rumbo a la dirección de uno, o por ahí lo agarró la mañana, a saber en qué andaba, y aprovechando que pasaba por aquí. Angustia, júbilo o ánimo casual. El amigo es un frívolo asumido, su ligereza es un remanso. O el amigo es un azotado de preocupaciones recurrentes y profundas, o tiene problemas verdaderos: impuestos, su mujer, otra mujer, el trabajo, si tiene o no dinero, comida, techo, salud.
Supongamos que no suena el teléfono ni llega un amigo. Si alguna esperanza quedaba de retorno, ésta se anula en definitiva cuando uno cruza el umbral y aborda el vehículo gris y negro de la calle, el peor vehículo: a uno le toca poner el movimiento, y el vehículo de banquetas, bocacalles y avenidas queda tieso, inmóvil. Como el cine: el vehículo permanece en still, lo que se mueve es el paisaje y la gente que lleva encima. Participamos del paisaje, y nuestra historia, sumada a la del teléfono, la del amigo o la vecina, se incorpora a la más amplia historia que se juega allí afuera, sobre el vehículo inmóvil de la calle.
Iridio está obsesionado con los comienzos. Si escribiera, se la pasaría empezando novelas. Mi trabajo le da envidia: escribir en un diario es comenzar todo el tiempo. Bueno, eso cree él, para qué desengañarlo. Con trabajos lee los anuncios de la calle. Si leyera poesía, entendería que se encuentra, como Verlaine, saturado por el signo de Saturno.
En la vida no hace nada, pero le da por la carpintería. Si empieza una mesa, más le vale terminarla en un solo impulso; si no, correrá el riesgo (la mesa), de quedar coja o chueca por el resto de sus días, apoyada contra un muro, o una piedra para completar la pata insuficiente, o el chipote de un nudo en la tabla quedará por eterno promontorio sin cepillar, para el salero o una vela pelona o detenedor del lápiz que echará a rodar. Pues la mesa, recuérdese, está chueca.
En eso, Iridio es como Dios, y jugar al Génesis el obsesivo resorte de sus tareas. Si deja la mesa incompleta, es como Dios echando al mundo un individuo inconcluso, sin una mano, o una pierna más corta, o un cerebro con las conexiones a medias.
``Voluble'', se dirá de Iridio. Sí, pero meticuloso, Dejen que les diga: este no es un amigo irresponsable.
El no retorno de Iridio es una manera de paradoja, su ``eterno retorno'' en versión muy personal, instalado, si es inevitable, en otra historia. El clavadista que ya osciló lo suficiente para sólo caer.
Iridio el de los comienzos tuvo, como todos, un final. Uno entre muchos otros finales rodeándolo de la cuna al hoyo, acabando con él constantemente.
Al carecer de talento para el suicidio, a Iridio sólo se le daban los finales desde fuera, venían siempre de otra historia o alguna fuerza de la naturaleza, marejada o bacteria, suficiente para tumbarlo.
En las cercanías de Chamela, a orillas de un acantilado, tuvo Iridio un final hace pocos días. Dice que no le dio tiempo ni de espantarse. Fue rápido, y como no dolía...
Bien sentadito, los tenis al aire, miraba embobado las regurgitaciones del mar, los remolinos rítmicos, la espuma insaciable. Se olvidó de sí mismo, de los otros y de las historias. Su cerebro no era más activo que el de un pez. Y de pronto se encontró boqueando. Por instinto ciego se cogió de un borde de la piedra, varios metros más abajo, al descender, como chupada, la ola retumbante que subió y subió hasta cubrirlo y jalarlo con ella al regresar.
Dice que su recuerdo es negro, vacío. Como desmayarse. Si duró un segundo o un año, no lo sabe. Al acordar, el día parecía ser el mismo. y el lugar también. Pero él ya no. Es decir, él era otro. Sí, Iridio mismo, pero otro.
Empapado hasta la médula, vivió un momento de hundimiento. Estuvo a solas con el silencio de su alma y no sucedió ni escuchó absolutamente nada.
Eso nunca antes le había ocurrido, y sin embargo era un típico final. Lo único original, para él, era el regreso. Que no era tal, pues perdonando la obviedad reiterada, el Iridio que se fue en la ola no regresó. El Iridio colgado de las uñas y escurrido era otro Iridio.
Dice que cosas así le pasan todo el tiempo y yo le creo. Desde que lo conozco, Iridio es igual. Cómo no creerle?