A Rossana Filomarino por sus 30 años en la danza
Teníamos noticias de segunda mano --que se acentuaron un tanto a raíz de su muerte, el año pasado-- acerca de la obra de Heiner Müller. Sabíamos que sucedió a Brecht en la dirección del Berliner Ensemble, aunque sus posiciones, tan poco brechtianas, le habían causado una serie de problemas en la ex RDA; que sufrió el nazismo de niño, el stalinismo --con su línea de realismo socialista-- después y que finalmente padeció el desconcierto de casi todos los alemanes con la reunificación. Su vida personal, con tantos infortunios políticos, se vio oscurecida también por el suicidio de su mujer, tras varios intentos, de que da cuenta en la Esquela mortuoria, horrible testimonio suyo, que se nos ofrece en el programa de mano de este Cuarteto (y que incorpora en el último parlamento de madame Tourvel), que por fin conocemos gracias a la traducción de Juan Villoro y el montaje que hace Ludwig Margules en el Foro de Teatro Contemporáneo que dirige.
El texto de Müller parte del horror y la desesperanza --basado en la novela--, entre moral y libertina, de Choderlos de Laclos, Las amistades peligrosas. Si el escritor francés desnudaba el patetismo de los libertinos de los finales de un antiguo régimen en franca decadencia, nuestro contemporáneo alemán habla de la descomposición social en ese tiempo en el actual y en el futuro: ubica su obra en dos escenarios, que nunca deslinda: un salón antes de la Revolución francesa y un bunker después de la tercera guerra mundial. La desilusión por todo, la negativa a las posibilidades de cambio-- que muchos, entre los que me cuento y no compartimos--producen una obra en que el horror se da la mano con la poesía.
Un decadente fin de régimen que no termina, parece ser su propuesta. El racionalismo del Siglo de las Luces, convertido en un discurso nihilista de atracción al negro agujero del vacío: la desesperación como legado. Esta breve obra es extraordinariamente provocadora, no sólo por las muchas tesis que sustenta, una de las cuales podría ser convertirse en el otro, aun cambiando de sexo, para conocerlo mejor, sino por su estructura de teatro dentro del teatro, que sólo se hace evidente por algunos parlamentos. (``Qué sucede? Sigamos actuando'' --``Estamos actuando? A qué?''). Las ambigüedades, los cambios de personaje y de sexo, son constantes y por consiguiente sentimos que abreva de Genet, de Beckett, mucho más que de Brecht, aunque con una teatralidad muy suya y diferente.
En escena, la marquesa de Merteuile y el vizconde de Valmont --con su eterno duelo de libertinos--, encarnan también sin el fácil recurso de jugar a ser otros personajes (del que la dramaturgia hace tiempo que nos ha saciado) a las otras dos mujeres del cuarteto del título. Merteuil se vuelve Valmont cuando Valmont es la señora de Tourvel; Valmont sigue siendo Valmont cuando la marquesa se convierte en Cecilia Volanges. Cuando la transgresión es más larga, resulta un tanto más identificable, pero a veces, es rápida, como un pequeño giro dentro de un gran giro de personajes. El discurso, por momentos soez, por momentos pleno de angustiadas meditaciones también fluye sin transiciones.
Margules olvida por esta vez las exploraciones que ha hecho del espacio escénico. En una escenografía de Mónica Raya que es el opresivo bunker que proponer Müller, olvidadas las exquisiteces del salón dieciochesco, y con un vestuario de la misma escenógrafa que recuerda lejanamente esa época, con esa especie de corsé que ambos personajes ostentan sobre sus ropas, los actores se mueven de un modo altamente acotado por el director en función del personaje que en ese momento están representando. Cuando son Merteuile y Valmont dialogando apenas se desplazan y una cierta opacidad, un gran cansancio vital se manifiesta en ellos, como si la vacuidad de sus recursos comunes y su propia existencia --porque son los momentos, además, en que reflexionan en todo ello-- los privara de mayor dinamismo. Pero cuando Merteuile se convierte en Valmont para seducir a la pobre Tourvel, su gestualidad es amplia y muy teatral, sus desplazamientos son rápidos y largos: finge que está fingiendo. Igual ocurre con la escena en que Valmont seduce, casi viola, a Cecilia, en que la brutalidad misma de la escena lleva a un ritmo mayor, a un tono afiebrado que poco tiene que ver con las disquisiciones del principio. Se me ocurre que Margules manejó, distanciándolas, dos realidades: la de los libertinos en el bunker y la del teatro dentro del teatro, al mismo tiempo que marca las disparidades de lenguaje del texto.
Las complejidades de obra y montaje suponen un reto, como decían los críticos de antaño, para los dos actores, Laura Almela, a la que siempre habíamos visto como una muy linda joven llena de encanto, es ahora una verdadera actriz, no únicamente por las transiciones de sexo o de personaje --lo que se puede lograr con buena técnica--sino por la interioridad que sabe proporcionarle a la marquesa, cuyo cansado gesto al final parece abarcar todo el cansancio del mundo. Alvaro Guerrero transita del Valmont envejecido al conquistador cruel y brutal; a todos nos conmovió singularmente cuando incorporó a la Tourvel, en la escena en que la desdichada mujer muestra los senos al seductor, olvidado el transexualismo de la escena. Los largos siete meses de ensayos dieron óptimos resultados.