En abril de 1995, los representantes del EZLN y los del gobierno federal, con la mediación de la Conai y la Cocopa, forjaron los primeros acuerdos. Se trató de las bases generales del diálogo y la negociación y de los ``principios'' que debían regular la ``conducta y la actuación'' de las partes.
Vale la pena recordarlos, porque en los momentos en los que la tensión sube de tono se suelen olvidar, y creo que hoy como nunca antes tienen una enorme pertinencia.
Aquellos principios vigentes aúnluego de asentar la ``buena fe'' y ``el respeto mutuo'', establecían otros más que deben subrayarse: ''Continuidad del diálogo y la negociación por encima de cualquier o tra consideración, evento, incidente o desavenencia, a fin de garantizar su desarrollo regular, ordenado, ininterrumpido y eficaz, hasta su culminación positiva'', ''Aclaración de las diferencias que, como consecuencia de acciones u omisiones de alguna de las partes, resulten contrarias al Diálogo y la Negociación mediante consultas previas a la reacción de la parte afectada''; y ''Superación de los incidentes que puedan interrumpir u obstaculizar el Diálogo y la Negociación recurriendo a la CONAI. Por su parte, la Comisión de Concordia y Pacificación desempeñará las funciones que le corresponden por ley''. Son nueve ``principios'', pero los tres citados me parecen conducentes el día de hoy.La sola existencia de esa especie de carta de intención de buena conducta asumía que podían desencadenarse secuelas indeseables, pero que en la búsqueda de un objetivo superior la paz con dignidad no debía suspenderse el diálogo y que se realizarían las consultas necesarias para aclarar las diferencias y se utilizarían los mecanismos de mediación para superar los incidentes.Digo que eso no se nos debe olvidar porque lo que se encuentra en juego es demasiado valioso la posibilidad de un acuerdo de paz, y dado que la previsión de las partes las dotó de instrumentos para no cancelar y no erosionar lo que ya se lleva avanzado, deben ser utilizados.Sobra decir que la pontificadora introducción viene a cuento luego de las sentencias contra Jorge Javier Elorriaga y Sebastián Entzin y su secuela política. Sin querer mimetizarme a la moda en donde todos somos ministerios públicos, jueces y hasta policías, pero al mismo tiempo sin poder eludirla, en efecto, la sentencia por ``terrorismo'' basada en el testimonio central de un testigo que no aparece, inyecta no sólo malestar sino una tensión que debe ser revertida, primero para que la justicia sea tal, y segundo para evitar las espirales desgastantes.
Por fortuna, Elorriaga y Entzin han decidido apelar ante el Tribunal Unitario, y en esa instancia eventualmente puede deshacerse el entuerto, mientras la COCOPA y el EZLN llevarán a cabo reuniones en donde se analizarán esos casos y (espero) se refrendarán las condiciones para continuar con el diálogo y la negociación. La opción de acogerse a la amnistía al parecer los propios acusados-sentenciados no la desean, y entonces la segunda instancia del Poder Judicial tendrá que pronunciarse, si no es que la PGR se desiste parcial o totalmente.En términos de la discusión pública, sin embargo, ha gravitado con fuerza la noción de que todo aquello que provenga del entramado estatal sigue ordenándose bajo el añejo código en el cual el Ejecutivo no solamente era el eje, sino el mandamás cabal de todas y cada una de las acciones de las diversas instituciones. Y sin pretender restarle peso a la centralidad que aún hoy tiene el Ejecutivo en esa red de instituciones, quizá estamos observando un proceso de autonomización (con sus secuelas contradictorias) que paulatinamente hace más complejo el funcionamiento de la propia maquinaria estatal.Si ello es así si no se trata de una mera apariencia ni de un juego de espejos más que seguir reaccionando con los códigos del pasado que se remitían a un Presidente todopoderoso y omniabarcante, estamos obligados, como sociedad, a crear un contexto de exigencia al Poder Judicial para que se convierta en lo que los libros de texto dicen que debe ser: garante de la legalidad y con plena capacidad para impartir justicia; lo que supone, entre otras cosas, mecanismos aceitados para corregir sus propias deficiencias y errores.