VIAS DE HECHO CONTRA EL ESTADO

Los ganaderos y terratenientes de Brasil amenazan con recurrir a la fuerza si el Parlamento y el gobierno de ese país aprueban medidas urgentes de reforma agraria, dictadas por la conmoción causada por la reciente matanza de campesinos en el estado norteño de Pará. Por su parte, millones de campesinos declaran que recurrirán a las armas para ocupar y defender la tierra que necesitan para vivir, en el caso de que dichas leyes no sean aprobadas. En ninguno de los dos casos se trata de una mera baladronada, ya que los propietarios han vendido y venden ganado para armar a sus guardias blancas, han pagado a los asesinos de los campesinos de Pará y de otros miles de trabajadores de la tierra muertos anteriormente por pistoleros (recuérdese el caso famoso de Chico Mendes), mientras que los agricultores sin tierra se arman y están dispuestos a no dejarse matar impunemente.

Las amenazas al Poder Legislativo y al Ejecutivo son, por lo tanto, reales y crean una situación en la que el Estado brasileño es desconocido y se encuentra próximo a perder el monopolio de la coerción, y en la que cada grupo busca resolver sus problemas por su propia cuenta y de modo violento. Esta institucionalización de la violencia se produce en un país en el cual la distribución de la riqueza es una de las más inicuas en todo el mundo, pues hay millones de trabajadores rurales sin tierra, mientras que el uno por ciento de los propietarios rurales posee el 46 por ciento de las extensiones agrícolas, que muchas veces dejan baldías.

La reciente resolución del gobierno de conceder las tierras del ejército y del Estado a las familias rurales que no poseen predio alguno y de expropiar los terrenos que los terratenientes dejan permanentemente en barbecho tiende a acabar con la dramática paradoja de la existencia de millones de tierras sin campesinos mientras hay millones de campesinos sin tierra. Si se aprueban las leyes en cuestión disminuirá la desocupación y la miseria, se ampliará el mercado interno, se potenciará la producción agrícola, bajará el precio de los alimentos en las mismas ciudades y se atenuará la tensión política y social provocada por la injusticia. Ellas, por lo tanto, constituyen una decisión justa, una modernización social absolutamente necesaria aunque tardía de Brasil, que es apoyada por los sectores progresistas y por la Iglesia católica.

Pero no lo entienden así los terratenientes ni sus apoyos políticos, que forman parte de la mayoría parlamentaria que respalda al gobierno del presidente Fernando Henrique Cardoso, el sociólogo que parece resuelto a cortarle algunas de las cabezas a la hidra del atraso rural. De modo que el gobierno tiene que enfrentar simultáneamente las amenazas a su estabilidad parlamentaria y aquéllas a la paz social y a la vida normal de un Estado de derecho que las partes contrapuestas amenazan violar.

La destrucción del Estado nacional tradicional debido a la mundialización de la economía y los resultados del neoliberalismo que convierten la tierra en mercancía especulativa y agravan la miseria social, llevan al país más poblado del continente al borde de una explosión. Los terratenientes no están dispuestos a ceder una propiedad que muchas veces no ejercen y sólo quieren dar la tierra necesaria para sepultar a los campesinos que, por su parte, prefieren morir armas en mano y no de hambre. Es de esperar que el gobierno de Cardoso mantenga su firmeza y que prevalezca la vía de la razón, de la justicia, del respeto a la dignidad humana y del diálogo, sin lo cual ninguna ley es válida.