Hermann Bellinghausen
Somos casi todos

Donde no hay arañas no hay que ponerse. Sí donde sí hay, dijo, acomodó una piedra que parecía sandía y en el hueco que dejaba la piedra removida miró extasiado la pululación de cochinillas blancas que huían del sol.

Los saludos habían sido más largos que la anterior despedida. De mucho gusto, porque eso siempre. Ahuyentó a los perros curiosos que de volada se apersonaron en el portal de la casa, menos al Mongo, el único que sabe comportarse mientras platican las personas.

Me arrimó una silla, crujiente, pero le dije que prefería el piso, él dio un paso, asintió. Tomó la tetera de peltre junto al fuego, desenganchó dos tazas de sus clavos en el muro, le arrancó unos plátanos a la penca que colgaba de una viga, y finalmente se sentó en la piedra como sandía, llenó las tazas, me extendió una y todo ese tiempo sin dejar de preguntar por mis vidas y gente, enterándose de la salud de unos y las dificultades de otros.

La araña que estaba allí mismo se alejó arrancando y deteniéndose, como si dudara. Gris y pequeña, de una clase casera, se ocultó bajo una pila de zapatos viejos, una de las muchas cosas inservibles que abundan en la casa de don Josué.

Más que otras veces, quería saber de la ciudad. Detalles precisos y cosas así. Procuré contarle con cierto detalle cómo es ahora cruzar la calle, la cantidad de gente que trata de trabajar en algo y le sale a uno al paso. Los que se apropian de media cuadra al acecho de los carros, los que cuidan, lavan, chiflan y agitan una franela roja. Le expliqué que ahora son muchos, hasta el absurdo. Le hablé de todo lo que se vende, y del malabarista todo tiznado y vestido de negro que hace girar en el aire cuatro teas encendidas mientras dura un alto y ha resultado un hombre simpático.

Don Josué se interesó en él y agregué algunos detalles. Quiso saber en cual puente y cómo se llama. Cómo iba yo a saber el nombre.

"División del norte?", intentó ubicarse. "Es la calle que tiene el Parque de los Venados?".

``Sí, en otra parte'', dije.

``O sea que allá tampoco nadie tiene trabajo'', dijo, tomó un sorbo de café y se quedó mirando lejos un buen rato.

Inés les echaba agua a las plantas del jardín atrás con un cazo y la hermosa sonrisa que lleva siempre. La dulce y discreta Inés, araña y alma tutelar de la casa, capaz de bordados primorosos y de criar niños como si fueran manzanas.

Josué se extiende luego sobre esos trabajos inútiles que le platico. La multitud de acomodadores, limpiadores, cuidadores, cargadores y vendedores que disfrazan su mendicidad, dignos de comportamiento, agresivos por momentos y en el fondo, desesperados.

``En ninguna parte hay feria'' dice, en el tono definitivo de alguien que acaba de revisar detenidamente los periódicos de la mañana. ``Y entonces obligan a la gente a no hacer nada''.

Se acerca Inés, quien ha escuchado partes de la plática y opina: ``Ahora, Dios es el dinero''. y Josué, entre justificando y divertido: ``Eso anda diciendo ésta''. Admira la inteligencia de Inés, la escucha sin ironía, siempre.

"Y no es Dios acaso?", insiste la voz de chamaca que tiene Inés.

Nunca será vieja, pienso viéndola. Josué da una palmada lenta en la nalga generosa de Inés y luego escurre su mano por la falda y la pierna izquierda de su esposa, de pie a su lado, sólida como piedra de fundación. Pocas veces he conocido a alguien tan orgulloso de su mujer.

Mi informal informe sobre la economía informal en la ciudad da tema de conversación la muchedumbre de horas siguientes. Inés yendo y viniendo, Josué inamovible sobre su piedra, acodado en las rodillas o bien sencillamente sentado.

``Las personas no hacen lo que quieren'', reflexiona. ``Casi nunca ni nadie. Eso es libertad? Nos quieren hacer ahora un país de prisioneros. Por eso millones corren a la frontera p'al otro lado, para escaparse. Pero así como acá, allá también hacen cacería de gentes. En el reino del dios que dice Inés no caben las gentes''.

Se pone de pie. Anochece.

``Somos muchos, somos casi todos. Será que pueden amarrarnos?", dice Josué a manera de despedida y yo agradezco el café y el rato.

El calorcito de Inés secándose la mano para dármela y su manera maternal de asentir "ándele pues'' me acompaña cuando retomo camino y sigo mi viaje. El Mongo me sigue más de un kilómetro, a mi lado, como si le hubieran mandado encaminarme. Es un perro razonable y simpático, parece gente.