En los últimos años, algunas instancias de gobierno y poderosos intereses económico-políticos, han tratado de venderle a la opinión pública las innumerables ventajas de construir un gran corredor transístmico para comunicar al Golfo de México con el Oceáno Pacífico. Algo así como el canal de Panamá de la modernidad y la globalización. Los beneficios que recibiría la región sureste del país serían incontables: un desarrollo agropecuario íntimamente ligado con industrias enclavadas en las áreas rurales, con la ventaja adicional de poder enviar por mar a Estados Unidos, Canadá, Japón y otros mercados, los productos obtenidos. No sólo se trata de cultivos con ventajas comparativas, sino la explotación forestal y pesquera en ambas costas.
Por si no fuera suficiente lo anterior, habría un enorme impulso al sector minero, a la generación de energía, a las maquiladoras. El corredor hasta disputaría muchos clientes al Canal de Panamá. No es la primera ocasión en que se proyecta la construcción de una gran vía que, atravesando el Istmo de Tehuantepec, una a Coatzacoalcos con Salina Cruz. Hace precisamente 150 años Estados Unidos ejercía presiones de todo tipo sobre el gobierno mexicano para obligarlo a que le hiciera efectiva una concesión destinada a abrir una ruta interoceánica en el Istmo. De esa manera, la potencia imperial pretendía sumar territorios en la zona sur del país, luego de consolidar por la fuerza una nueva frontera al norte con el despojo que realizó entonces. Después, Maximiliano concede al vecino geográfico nuevos derechos para construir la vía interoceánica, que por diversos motivos no llevó a cabo pese a las facilidades dadas en años posteriores. Finalmente, durante el porfiriato son los intereses ingleses los que construyen una línea ferroviaria y las terminales portuarias en Coatzacoalcos y Salina Cruz. En la etapa postrevolucionaria se efectúan diversas obras en la región Istmica. Hace un cuarto de siglo el Banco Mundial comenzó a llamar la atención sobre las prometedoras posibilidades que existen de aprovechar los incontables recursos naturales existentes en el sureste con base en diversos programas de modernización, desarrollo y descentralización de las actividades económicas. Entre ellos, una vía que hiciera realidad la unión del Golfo y el Pacífico.
A finales de los años 70, cuando aprendíamos a administrar la riqueza generada por el petróleo, se insiste en aprovechar las ventajas geopolíticas y espaciales del Istmo gracias al megaproyecto Alfa-Omega, que mejoraría el transporte terrestre y ferroviario con base en contenedores. La crisis salvó al país de este nuevo atentado a la nación. Pero en cambio, a partir de 1988 Pemex comenzó un magno proyecto petrolero en el Pacífico, teniendo como base a Salina Cruz, y tendiente a cubrir la demanda interna de hidrocarburos y reforzar la presencia de México en el mercado internacional.
En un libro memorable por su claridad y vigencia (Geopolítica y desarrollo en el Istmo de Tehuantepec), Alejandro Toledo resume muy bien por qué los repetidos intentos imperiales por apoderarse de tan importante región del país: alto potencial de sus numerosas corrientes fluviales, ricas reservas de hidrocarburos, extensas planicies de inundación, vastos recursos pesqueros y forestales, ubicación estratégica respecto a los mercados externos, sociedades rurales tradicionales con signos evidentes de pobreza y marginación, entre otros elementos. A la vez, muestra con datos irrefutables cómo la historia reciente del Istmo es la expresión clara de que el ``desarrollo'' que preconizan los modernizadores de ayer y de hoy conduce irremediablemente a dañar preciados ecosistemas. Y algo más grave: a alterar y destruir hasta sus raíces las estructuras comunitarias y culturales de las poblaciones que por sus conocimientos, manejo racional del medio y comprensión de la naturaleza, asombraron en los últimos cinco siglos a los conquistadores y a quienes, más recientemente, han estudiado tan vasto territorio y a quienes viven en él.
Abundan las pruebas que Alejandro Toledo aporta para ilustrar cómo la concepción tecnocrática vigente desde hace años en México ha ignorado los problemas de la gente, de las comunidades y de la cultura, que desde hace siglos forman la base de la organización de los grupos humanos del sureste. En cambio, aparece lo peor de la civilización del petróleo, ``ciega a las riquezas culturales del Istmo, insensible a sus conocimientos milenarios, a sus sabios manejos ecológicos y a los tesoros de sus valores éticos''. No solamente se trata de los hidrocarburos, que tardaron millones de años en formarse y ahora se extraen ignorando los postulados de la sustentabilidad, sino de ecosistemas de incalculable valor que son destruidos o alterados: planicies costeras, pantanos, lagunas, ríos y estuarios. O las selvas tropicales húmedas, insustituibles para el mantenimiento de la vida en el planeta.
A la visión simplista que la tecnocracia tiene de la naturaleza, debemos oponer, en el caso concreto del Istmo de Tehuantepec, formas de hacer las cosas de tal manera que el hombre, las comunidades, se desenvuelvan en armonía con los prodigiosos recursos naturales que milagrosamente se han salvado de la barbarie modernizadora en el sureste de México.