Los desarreglos en Chiapas, actualizados por dos eventos que alcanzaron notoriedad pública (la aberración jurídica en los casos de Elorriaga y Entzin; la consecuente descomposición del clima para el diálogo con el EZLN, y los violentos incidentes en Bachajón), invitan a replantear los modos de desactivar el conflicto potencial en la entidad. Es decir, más allá de las salidas que se le encuentren a la coyuntura, es necesario admitir las limitaciones que las soluciones parciales han tenido para desmontar los problemas.
Desde enero de 1994 Chiapas adquirió una relevancia natural, se ha nutrido desde entonces de una multitud de diagnósticos que han intentado explicar las razones profundas del conflicto armado y el clima político y social que lo hacían posible. Han pasado más de dos años, y muchas de las razones que en aquel entonces se advertían no sólo siguen presentes, sino que aun se han acentuado.
Tejido social frágil, escasa institucionalidad, cacicazgos poderosos, disputas religiosas, problemas agrarios, conflictos electorales, problemas migratorios, marginalidad extrema, etcétera, eran algunos de los elementos que, se advertía, tendrían que encontrar solución paralela a los diálogos de paz. Ciertamente ninguno de ellos conoce una salida rápida y eficaz, son procesos de largo alcance, empero, lo que no se aprecia en el escenario chiapaneco actual es alguna ruta que apunte hacia soluciones. Como si la apuesta, conciente o no, de los actores fuera jugar con el tiempo; como si el transcurrir de éste fuera suficiente para modificar las circunstancias.
El punto es que el tiempo pasa, y de cuando en cuando alguna arista de la conflictividad chiapaneca alcanza ecos públicos, recordándonos la fragilidad de los arreglos logrados. Jugar al tiempo es despreciar la gravedad de la situación. Ha quedado demostrado que el EZLN es sólo una parte de los problemas que hay que atender en la entidad; hay muchos otros que sin alcanzar la notoriedad del neozapatismo, revelan las atrocidades que cotidianamente tienen lugar en Chiapas y para las cuales no hay, ya no digamos pistas de solución, ni siquiera mesas de negociación.
El ajusticiamiento en Bachajón da cuenta del estado que guardan las instituciones locales, y advierte de los niveles que puede registrar la convivencia cotidiana. Si no se toma en cuenta esta y otras llamadas de atención, y aun cuando se le encuentre alguna fórmula para deshacer el entuerto judicial que hoy tiene suspendido el diálogo, y éste se reanude, difícilmente se estará en la ruta de restituir en lo mínimo el tejido social chiapaneco. Hoy sigue siendo urgente buscar un arreglo que cambie de manera radical el mapa de actores locales; es evidente que en el camino por construir reglas mínimas que garanticen una convivencia civilizada tendrá que haber perdedores; es obvio, lo ha sido siempre, que las resistencias se expresan muchas veces con violencia.
Sin embargo, si conservamos cierta capacidad de asombro o escándalo, y no queremos acostumbrarnos a que la violencia sea parte del paisaje político o la naturaleza de ninguna entidad de la República, debemos seguir buscando aquellos arreglos que desmonten la impunidad y cimenten un camino de mayor tolerancia y civilidad. Es vital que los casos de Elorriaga y Entzin encuentren nuevos cauces para que el diálogo se reponga, pero no es menos importante que casos como el de Bachajón y organizaciones como los Chinchulines no se repitan.
Finalmente, lo obvio: el EZLN es una organización política con la que se puede negociar; la negociación es algo más complejo de efectuar con las turbas haciéndose justicia por propia mano.