Imposible saber de dónde surgió el rumor, pero de pronto el mito se vuelve más real que la realidad. Como el Cid campeador que gana batallas incluso después de muerto. De cuáles miedos, inseguridades o necesidades colectivas acaba de salir esa cosa maravillosa (con una disculpa a las pobres cabras) que es el chupacabras? Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada, dice el socrático Alvaro Carrillo.
Y de pronto México se divide en dos. De una parte una cultura popular que siente a flor de piel y proclama sus temores sin cautela. De la otra el sarcasmo de clases medias ilustradas que reducen todo a la histeria colectiva, a prejuicios irracionales y levantan murallas de pedantería contra cualquier forma de asombro. De una parte aquellos que no saben nada y no temen reconocer sus angustias e inseguridades; de la otra aquellos que saben (o creen saber) todo y no tienen el pudor de ocultarlo.
Un amigo mío ya encontró la respuesta al misterio. Es, con toda evidencia, una conspiración judío-negro-china (otro amigo mío añade los homosexuales) con participación de la longa manus de la CIA, que proporcionó un espécimen raro salido de algún laboratorio de ingeniería genética. Con qué propósito? Obvio: desestabilizar América Latina, comenzando con México. A ese esquema teórico fundamental podemos añadir la variante de los extraterrestres, con los cuales, como es de todos sabido, la NASA tiene relaciones ocultas desde hace tiempo. El único defecto de este tipo de explicaciones es su (tal vez) innecesaria complejidad. Las voces que circulan apuntan, más realistamente, a los extraterrestres, a un híbrido genético escapado de algún avanzadísimo (más faltaría que no fuera así) laboratorio que podría ser estadunidense pero también ruso, chino o libio. Otra amiga mía sugiere, prosaicamente, buscar la respuesta en las nuevas marcas de moronga que no demorarán en aparecer en el mercado.
Frente a esa asombrosa mezcla mexicana de temor e ingenio humorístico, los científicos contestan que son puras manías disparatadas. La explicación es sencilla, se trata de perros hambrientos. Ahora, suponiendo que a las pobres cabritas se le haya succionado la sangre, quedaría sólo el detalle (como sugeriría el metodólogo Cantinflas) de saber desde cuándo a los perros hambrientos le dio por succionar la sangre de sus víctimas. En fin, misterios de la ciencia. Pero dejemos de lado las explicaciones que son siempre engorrosas y quedémonos hegelianamente en la fenomenología del asunto.
El chupacabras será lo que dios mande. Lo más importante son las reacciones de la gente. Entrevistada por la televisión, una madura señora representante de alguna sociedad protectora de animales señalaba hace algunos días que el caso es demasiado serio para describirlo burlonamente como chupacabras. Y, con toda seriedad, sugería que se denominara al fenómeno con su nombre apropiado: Conde Drácula. Por su parte, un habitante de Naucalpan mostraba, siempre en la televisión, las huellas dejadas por el chupacabras que había intentado entrar en su casa. Mismas que, con toda evidencia, alguien había dibujado en el vidrio de la ventana con la tinta china de la hija seguramente una aplicada estudiante de alguna primaria local.
Hace casi 30 años Edgar Morin, el sociólogo francés, estudió el caso del ``rumor de Orléans'. En 1969, en esa ciudad francesa se decía que bellas y jóvenes mujeres desaparecían misteriosamente de los probadores de las tiendas de ropa. La explicación de la ciudadanía era sencilla: las jóvenes eran secuestradas para alimentar una trata de blancas dirigida hacia el Medio Oriente. Por pura casualidad, las tiendas en las que ocurrían estos hechos eran propiedad de judíos. El único problema era que la policía local no había recibido una sola queja por la desaparición de alguna joven. En realidad nadie había desaparecido. Pero los mitos son fuertes. Un ``pánico medieval'' dice Morin se había adueñado de una ciudad moderna. Y, como de costumbre, el antisemitismo volvía a relucir. Pero la pregunta era por qué?La respuesta de E. Morin se centraba en la angustia de la población de una ciudad recorrida por cambios que alteraban expectativas y formas de vida de miles de individuos. Si las cosas están así y pocas razones hay para dudarlo, la pregunta relevante es esta: de cuáles temores, inseguridades y angustias, surge ahora y aquí el chupacabras? Habría que pensarlo.
Por lo pronto México puede sentirse orgulloso de su chupacabras. Cuando los alemanes, entre las dos guerras, se sentían zarandeados por una historia incomprensible que producía miseria, desempleo e inflación, crearon un mito bárbaro: el complot judío contra la nación alemana. Y en nombre del antisemitismo reconstruyeron parte de su unidad. El temor colectivo busca a menudo culpables míticos. Las brujas en la Edad Media. Los homosexuales, los gitanos, etcétera. Los mexicanos han creado un mito que es muestra de gran tolerancia y que, para no desmentir la tradición alburera nacional, tiene connotaciones sexuales evidentes: el chupacabras. Con este mito México muestra dos cosas. La primera es el temor y la angustia frente a un tiempo difícil. La segunda es la voluntad de no satanizar a un grupo humano específico. Sobran razones para el orgullo.
Ahora ya sólo queda la tarea de descubrir al, o a los, chupacabras. Pero lo más importante ya se ha hecho, el temor ahora tiene un nombre. Sólo falta encontrarle un rostro. Y no será fácil. La angustia, y la esperanza, tienen muchas caras.