De repente hay buenas noticias, pero suelen pasar inadvertidas entre las malas y las muy malas que se venden mejor y generan mayores prestigios libertarios. Escribir que el gobierno ha hecho algo notable es, en cambio, muy sospechoso. Pero hete aquí que el lunes pasado ocurrió ese fenómeno extraño: el presidente Zedillo presentó el Programa de Modernización de la Administración Pública, donde se anunció la próxima instalación del servicio público profesional (redundantemente llamado servicio profesional de carrera), sin que casi nadie se diera cuenta. Es decir, una de las promesas de cambio político más importantes de los últimos lustros y quizá más, pasó de noche entre los gritos electorales internos y las coces de Estados Unidos.
Habrá tiempo, sin embargo, para rescatar el asunto. Especialmente cuando los partidos se percaten de la enorme importancia política de ese compromiso formal, que de ninguna manera debe quedarse en los tinteros del subsecretario López Presa quien diseñó la propuesta, sino trascender deveras hacia los ámbitos de toda la administración pública del país. Se trata, nada menos, que de ``contar con un servicio profesional de carrera en la administración pública, que garantice la adecuada selección, desarrollo profesional y retiro digno para los servidores públicos; que contribuya a que en los relevos en la titularidad de las dependencias y entidades se aproveche la experiencia y los conocimientos del personal, y se dé continuidad al funcionamiento administrativo''.
De acuerdo con este compromiso de Ernesto Zedillo que ya es de obligatorio cumplimiento, según la Ley de Planeación, ``profesionalizar el servicio público tiene una prioridad esencial [...] dentro del sistema de servicio civil que se instaurará''. El proyecto dice que ``a partir de 1998, los servidores públicos o particulares que lo deseen, podrán participar en los procesos de reclutamiento, selección e ingreso al servicio civil. Este mecanismo servirá para seleccionar a los prospectos de entre los cuales habrán de ocuparse las vacantes correspondientes, según los perfiles, méritos y calificaciones demostrados''. Además, habrá un ``sistema de evaluación del desempeño de los servidores públicos [y] los reconocimientos o estímulos económicos que se asignen [...] deberán quedar ligados directamente a la productividad, desempeño y evaluación del servicio público''.
Es decir, el programa anularía la contratación discrecional de los cuadros de la administración pública mexicana; mitigaría al menos que los ascensos dependan de la buena amistad con el jefe de turno, o con el equipo político correspondiente; y además exigiría de los servidores públicos una rutina de capacitación y actualización profesional permanentes y obligatorios. En otras palabras, pondría en acto lo que en otros países de Occidente comenzó a hacerse desde finales del siglo pasado: la eliminación del sistema de botín, según el cual todos los puestos y los presupuestos son para el ganador.
No exagero un ápice al afirmar que esa reforma de llevarse a la práctica, si es que alguien le hace caso sería por lo menos tan relevante como la electoral. Si en ésta se trata de garantizar que los cargos políticos se elijan finalmente mediante procedimientos democráticos en serio, en aquélla se trataría de asegurar que los electos no se conviertan en elegidos, capaces de mover a su antojo a los profesionales de la administración pública, en busca de propósitos políticos que generalmente distan mucho de estar democráticamente sancionados. Sería una reforma importantísima, además, porque los puestos del gobierno dejarían de ser la carnada principal del poder, lo que obligaría a los partidos a buscar incentivos de militancia y lealtad por otros lugares. Sería, en suma, el puente hacia una verdadera gobernabilidad democrática.
Desde El Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública no quitaremos el dedo del renglón, aunque nuestros ocupadísimos periodistas y analistas políticos estén llenando las páginas de los diarios con otras cosas, y de plano le saquen la vuelta a un asunto tan trascendente para la democracia de México. Sería mucho más que lamentable que esta obligación finalmente asumida por el gobierno se quedara guardada en algún cajón de la burocracia. Hay que tomarle la palabra al presidente Zedillo, para evitar que también ésta se nos vaya de entre las manos. Si queremos democracia de largo plazo, no sólo hay que hacer muy bien los procesos electorales. También hay que gobernar democráticamente, que de eso se trata.