Todos los días se nos recuerda que parte sustantiva de la cohesión interna de Estados Unidos depende de la configuración que establezca de los enemigos externos, de las amenazas reales o imaginarias que sufra su sociedad y de la capacidad de respuesta que sea capaz de movilizar. Como si la ``transferencia'' de las culpas en ese país fuera una necesidad moral y psicológica para ``liberarse'' del mal y regresar a la edad de la inocencia.
Sí, es verdad, las necesidades morales y psicológicas. Pero cuando esas necesidades se traducen en políticas, en el doble sentido de que la ``transferencia'' del mal debe operarse en el terreno organizativo y eventualmente militar, entonces lo que parecía una simple necesidad de coherencia e identidad nacional se convierte en movilización, en separación maniquea del mundo entre buenos y malos, en posibilidad de guerra abierta y sin cuartel.
Carlos Fuentes dijo hace poco que Estados Unidos se había convertido en el país más nacionalista del mundo. Ha sido sin duda uno de los más nacionalistas, sin duda, aun cuando durante décadas ha podido disfrazar ese nacionalismo con el manto de tareas universales y liberadoras a realizar en beneficio de todos: la guerra contra el fascismo, la defensa de la democracia, la lucha contra el ``imperio del mal''.
Su misión liberadora asumida como destino manifiesto ha contribuido fuertemente a la cohesión del melting pot: en la historia, las misiones y los destinos, manejados calculadamente, han unido lo que parecía separado y han sido capaces de infundirle coherencia y confianza a los conjuntos sociales que corrían el riesgo de la disgregación, o al menos el peligro de una subjetividad tan marcada que descuidara los términos de la tarea común, el sentido de la pertenencia a una obra de conjunto.
Por supuesto que dos momentos culminantes, y extraordinariamente redituables de esta combinación de psicología y política, se dieron al terminar victoriosamente la Segunda Guerra y al desaparecer, a finales de los años ochenta y principios de los noventa, bajo el peso de las presiones y de sus mostruosidades internas, el ``imperio del mal''.
Estos han sido, sin duda, dos momentos de gloria y triunfo para Estados Unidos: los principios morales se identificaron con su realización, las tareas generales se identificaron con éxitos abrumadores en el terreno práctico que, además, confirmaron la categórica superioridad militar, económica y tecnológica de Estados Unidos.
Pero en Estados Unidos volvió a surgir la cuestión al terminar la ``guerra fría'' y al desmoronarse el ``muro de Berlín''. Qué otros fines universales deberían perseguirse, eventualmente qué otro enemigos debían construirse, sobre qué entidades ``del mal'' debían aplicarse destructivamente las inmensas capacidades reunidas y sobre que principios debía volverse a construir?Ciertos principios generales y una percepción regional de los problemas habrían de atar los cabos de la nueva política estadunidense: desde luego la promoción y la defensa de los valores de la democracia (y del libre mercado) tal como ellos los entienden, la contención de cualquier posible insurgencia que ponga en peligro esos valores y, desde luego, el impulso al profesionalismo de las fuerzas militares de los países aliados.
Por supuesto son diferentes los enemigos visibles en distintas partes del mundo. Al sur del río Bravo se han erigido la lucha antidrogas y el combate a los ilegales. Esta última misión, por supuesto, se ha exacerbado con la campaña electoral y con la bandera xenofóbica que parece asegurar votos a los contendientes.
Pero lo importante es que los Comandos encargados de ejecutar esas misiones, según las disposiciones establecidas, las llevan a cabo a través de diferentes medios: programas de asistencia para la seguridad nacional (a través de prácticas militares conjuntas, entrega de equipo, eliminación de los grupos que amenacen la seguridad de los aliados lucha contrainsurgente, información de inteligencia, programas de intercambio de personal técnico y militar, diálogos y otros métodos político-militares, e inclusive asistencia humanitaria, cuando es indispensable).
Estos son los objetivos declarados y documentados de la política exterior estadunidense hacía el sur del río Bravo, llevada a cabo rigurosamente. Por eso resulta extraordinariamente peligroso el ``deslizamiento'' que México ha tenido hacia concesiones y soportes objetivos respecto a esas políticas. Por supuesto que no parece fácil resistir el argumento de la ``ayuda internacional'' para la lucha antidrogas. Si se trata de una ``transnacional'' delictiva nada más normal, en su combate, que echar mano de esa ayuda. En cuanto al otro ``mal'' que se cierne sobre Estados Unidos la migración México parece tener una posición más firme confirmada en la última reunión binacional entre los dos países.
El problema, sin embargo, reside en otra cuestión más general: somos verdaderamente conscientes de que esas ``alianzas'' y tales ``ayudas'' implican, a los ojos de la estrategia global de Estados Unidos, un ánimo de control e inclusive de determinación de nuestros procesos internos, inclusive por vía de la contención social y de las acciones contrainsurgentes? Somos plenamente conscientes de que, detrás de la cooperación y la ayuda, se multiplican las servidumbres y los compromisos en nombre de otros fines que no necesariamente son los nuestros, los nacionales de México?Es claro que por ese camino se refuerzan nuestras ataduras, ya macizas en lo económico y en lo financiero?Muchos mexicanos estamos convencidos de que el Ejército Mexicano representa hoy una de las instancias nacionales más y mejor definidas de nuestro sistema político y de nuestro gobierno. No puede entonces el Ejército desestimar estas realidades que encierran las iniciativas de su contraparte estadunidense, que son producto de declaraciones y directivas de gobierno de ese país perfectamente claras y determinantes, precisas.