El pasado 11 de mayo se descubrió en el buzón domiciliario de Rodolfo F. Peña un mensaje anónimo que contenía amenazas de muerte. Es inevitable suponer que tal amago se relaciona con la labor de Peña, miembro de esta casa editorial, como articulista y escritor independiente y crítico.
Se configura, así, un ataque a la libertad de expresión, procedente de sectores tan ilegítimos que no se atreven a decir su nombre. Una agresión que obliga a recordar la consigna de Millán Astray, aquel fascista español de ingrata memoria, en contra de la inteligencia y a favor de la muerte.
No es la primera ocasión. Hace casi seis años, en el contexto de una serie de acosos contra pensadores críticos, Peña había sido amenazado en forma muy similar a la actual. En su momento, fueron denunciados en este espacio esos ataques contra el derecho a disentir, a reflexionar y a criticar.
Es desde todo punto de vista intolerable que en nuestro país se repita ese patrón de amagos clandestinos contra luchadores sociales y políticos, periodistas, analistas y académicos. Los responsables anónimos de tales actos no sólo atentan contra los derechos humanos y legales de sus víctimas sino que obstaculizan el sano desarrollo político y social del país.
Dado el carácter anónimo de esas amenazas, no puede ignorarse las tremendas dificultades que habrán de enfrentarse para investigar su origen. Pero aun teniendo en cuenta los obstáculos, las autoridades encargadas de la procuración de justicia están en la obligación de empeñar sus mejores esfuerzos en el esclarecimiento de estas acciones delictivas, inmorales y vergonzosas.