La necesidad de un teatro político es algo muy real en estos momentos. Así lo han entendido los hacedores de Teatro Clandestino y los sketcheros de cabaret, entre los que sobresale Jesusa Rodríguez, sucesores de la ya inexistente carpa y sus comentarios inmediatistas. Así lo entendió Sabina Berman con esta Krisis que ya no es una parábola acerca de la corrupción en que toma--siguiendo en esto las enseñanzas de Brecht-- sucesos reales para exhibir un triste trasfondo (En Herejía, la persecución inquisitorial a los judíos en la Nueva España, que sirve para despojar a los Carbajal de sus extensas tierras; en Rompecabezas el asesinato de Trotski desenmascara una averiguación frenada), sino que describe lo que muy bien pudo ocurrir en un pasado inmediato, que es casi presente, utilizando personajes ficticios.
La dramaturga se despoja muy deliberadamente de esa ambigüedad que enriqueció la mayor parte de sus obras desde que, a los veintidós años, nos deslumbró con ese Bill al que después llamaría Yanqui. Quizás por ello Krisis resulte menos perdurable que las otras y de hecho en lo personal me gusta menos, pero después de todo es un riesgo que ha corrido con su entera lucidez y sería una enorme hipocresía censurarla por llevar a escena lo que todos queremos ver escenificado. Y desde luego está el hecho de que no se trata ni de un sketch ni de un panfleto, sino de una obra muy elaborada en que sigue brillando su inteligencia; habría que preguntarse qué referentes se tendrán dentro de algunos años, si es que esa inmensa cloaca ya no existiera.
Personajes y situaciones son fácilmente identificables en esta obra desmesurada y al mismo tiempo moralista, en el sentido lato del término, y en la que la aparición de Benito Juárez establece un contrapunto tanto dramático como ético. El mismo Seijas (que en la entrevista que Patricia Vega hace a la autora aparece extrañamente como una especie de alter ego de Sabina) es mucho más que un intelectual atónito y paralizado ante la realidad en que vive, puesto que medra con ella: casa nueva y teatro propio no son moco de pavo.
El video que abre la escenificación, escrito por Berman y realizado por Isabelle Tardan, con esos cinco niños que juegan Monopolio y se apoderan de la nación --amén del asesinato de la sirvienta-- nos ubican de inmediato con personajes de la vida política, así sea con nombres ficticios. No importa. Pueden ser aquéllos en que todos pensamos o cualesquiera otros que se ajusten a esa radiografía. Son los inteligentes tecnócratas educados en Harvard, los bon vivant que ya adquirieron ciertos refinamientos, o los políticos tradicionales a los que se deja de lado. El inmenso desprecio con que Benetton pregunta a Jorge Buenaventura si es egresado de la UNAM resume mucho de las relaciones de lo que llaman la clase política.
El texto transita de situaciones muy reales y muy cotidianas --dentro de esa horrenda cotidianidad que es ya la corrupción en todos los niveles del gobierno--, así sean muy seriamente paródicas, a una especie de irrealidad que se da en la presencia del Benemérito --lo más obvio-- y también en las acciones que realizan Seijas y su hermana Graciela a partir de la muerte de Patricia. Su estructura debe mucho al cine, lo que se acentúa en el trazo escénico, cuyas soluciones están resueltas de manera óptima gracias a las escenografía de Philippe Amand --con esas puertas corredizas que se abren y se cierran hacia los diferentes lugares en que sucede la acción-- y al talento como directora que cada vez confirma más Sabina Berman.
Las transiciones son excelentes. Bastaría para ejemplificar la larga secuencia --más próxima al cine que a escenas teatrales-- que comienza en la oficina de Buenaventura, con el discurso que le lee Seijas --quien se lo ha escrito--, se continúa cuando el diputado lo pronuncia en la Cámara ante un público bastante interpelativo (que aparece por el patio de butacas) para rematar con los comentarios en el café de chinos, escena que a su vez se hila con el lavabo de caballeros. Se trata de uno de los momentos más felices, teatralmente hablando, del montaje aunque la misma precisión se encuentra en todos los desplazamientos y la plena utilización de los dos niveles, con su juego de diferentes espacios.
Es la primera vez que Pedro Armendáriz actúa en teatro y dota a uno de los hermanos Pedrero (el otro sólo aparece brevemente y de espaldas: es el Presidente ficticio) de toda la repulsiva rudeza, envuelta en pseudorrefinamientos, de su personaje. Luis Felipe Tovar carga casi con el peso de la obra y su desempeño como el desdeñado y desdeñable Buenaventura es muy bueno. Alvaro Carcaño, muy propio como Seijas y Carmen Madrid como la sensual Patricia, contrastan de buen modo al inimaginable matrimonio. Pilar Boliver es esta vez una mustia solterona con el Jesús en la boca --militante de una oposición muy identificable-- y resuelve su personaje con su gracia acostumbrada. Muy destacable la actuación de Jorge Zárate como el fantasma de Juárez y sobre todo como el fiel y obsecuente Gutiérrez. Manuel Guízar, Rodolfo Arias y Felipe Nájera también sacan adelante con acierto sus respectivos papeles.