Valerosa acción de 13 inspectores de vía pública contra tres vendedoras
Pablo Espinosa Once de la mañana. Sobre la calle Tacuba, en el Centro Histórico, una camioneta pick up blanca circula sospechosa: sin placas, sin un faro, casi anónima y cargada su batea de 13 individuos de facineroso aspecto.
Ominosa, la nave se pasa el alto en Isabel La Católica, se estaciona adelante desplazando a los transeúntes, se dejan caer a las baldosas sus oscuros ocupantes que buscan, olfatean.
A media calle, temibles, todos huyen a su paso. ¿Son asaltantes? ¿Ahora operan en comandos? No hay respuesta, siguen su marcha en escuadrón, intercambiando manacitos, semimasajes en cuello y espalda mutuamente, como en alguna película preparan perros de pelea.
Pareciera que están a punto de enfrentarse a enemigos innombrables, a ejércitos temibles, a devastadoras hordas de asesinos. Se dan valor entre ellos.
Por fin, adelante del Museo Nacional de Arte, encuentran a sus adversarios, tan fieros e invencibles como ellos los buscaban. La indumentaria de guerra que portan sus enemigos, que al fin han hallado a su medida, es avasallante: mandil una de ellas, una bolsa de mandado la otra, cabellera cana la tercera.
Tres señoras: una de ellas vendía chicharrones de harina, la otra aretes artesanales, la tercera tarjetas postales a la entrada de Correos. A la primera le arrebataron por sorpresa su canasta, a la segunda un empujón bastó para llevarse su bisutería, la tercera fue arrastrada en vilo varios metros.
Los gritos de la señora de mayor edad se elevan sobre el tráfago y congregan a la gente. De inmediato le dan a oler alcohol, está a punto del desmayo. Su angustia y el despojo ostentoso aglomera alrededor la indignación ciudadana, de inmediato:
-¡Rateros, las señoras están trabajando, no le hacen mal a nadie! ¡Pónganse con los que sí se pueden defender, allá adelante en Juárez hay muchos puestos ambulantes! ¡No pudieron con los de Meave y ahora se meten con señoras indefensas!
La defensa -infructuosa- ciudadana enardece más a los anónimos. Uno de ellos le hace señas obscenas a una de las tres señoras que ha tomado un tubo de metal en sus manos y que no esgrime del todo ante la mayoría numérica de los que le devuelven en cambio más señas obscenas, imprecaciones innombrables. Otro de ellos hace como que se traga un arete de plumas de colores y escupe los restos al aire, desafiante.
-¡Búsquense un trabajo digno, ustedes son viles golpeadores! ¡A ver, métanse con los que venden mercancía robada, con los que tapan las salidas en el Metro, con los que están organizados y votan por el PRI, con los que dan mordida! ¡Dejen en paz a las señoras, luego por eso los linchan!
-¡Búsquense un trabajo digno! ¡Las señoras ellas sí que están trabajando! ¡No se pasen! ¡Qué cobardes! ¡Una de esas señoras podría ser mamá de ustedes, o hermana, o tía!
-Esto pasa todos los días, joven, ni se arriesgue -me advierte un ciudadano con parsimonia resignada.
-Tenemos que ir al almacén que tienen, pagar una multa, pero nunca nos regresan toda la mercancía, se la reparten entre ellos -explica una de las tres señoras; su hija de unos siete años de edad, contiene el llanto.
La mujer de canas no cesa en gritos. Llora y su desconsuelo no encuentra explicación alguna: ¡Tantos años que tengo aquí, en Correos, y nunca me habían quitado mi mercancía!
Las tarjetas postales que hace un rato vendía, muestran ahora, regadas sobre las baldosas, un cielo azul sobre la Alameda una, el Palacio de las Bellas Artes y sus musas otra, la Torre Latinoamericana una más, pero ahora con las marcas de las llantas de los automóviles que siguen el guiñar del tráfico, el pisoteo neumático, la fila relampagueante del semáforo del Eje Central y Tacuba. La luz verde ha salvado de un probable linchamiento a los anónimos de la camioneta blanca.
-Esto pasa todos los días, joven, qué le vamos a hacer.
Quema el sol de las once de la mañana. Una tarjeta postal.