Retomo la célebre expresión de Agustín Yáñez. Los campesinos del centro de México suelen decir que están ``al filo del agua'' cuando se acerca la temporada de lluvias o cuando se aproxima un acontecimiento importante, por lo general amenazante. En abril de 1996, los mexicanos vivimos en ese doble sentido. Los primeros chubascos anuncian ya la época pluviosa, mientras que los ``vientos'' del cambio penetran nuestro ambiente político. Algunos pensamos que el país cambiará para bien, enfilándose por una ruta pesada, difícil, zigzagueante hacia la democracia. Los pesimistas suponen que las cosas cambiarán para mal, que Ernesto Zedillo no va a terminar su periodo, que va a venir un régimen duro, autoritario, quizás militar. Otros más, creen que vendrá otro nuevo híbrido entre democracia y autoritarismo.
Hay millones de personas que continúan sus vidas, acosadas por la decadencia económica que cumple ya 15 largos años, sin preocuparse acerca de los aspectos concretos de esta situación política, pero la presienten. Hoy los mexicanos parecemos darnos por fin cuenta de que el viejo sistema presidencial está agotado y que no puede ser restaurado. Que ningún hombre volverá a alzarse con los atributos, los privilegios abusivos y el inmenso poder cuasimágico para hacer el bien y el mal que durante décadas le atribuimos a la Presidencia de la República. El ``sistema'', heredero de las ramas gemelas de poderes atávicos de los antiguos tlatoanis mexicanos y los virreyes españoles, no volverá a tener la solidez de que gozó hasta 1994 cuando su poder se encarnó en Carlos Salinas de Gortari.
Por qué la restauración parece imposible? Porque el sistema perdió su prestigio y ya no es capaz de asegurar ni el crecimiento económico, ni la estabilidad, ni siquiera la paz. Hay una nueva conciencia de que los desastres cíclicos que ha padecido la nación en los últimos cinco sexenios no pueden ser imputados a la incapacidad de los gobernantes. Son ``problemas'' de ``estructura'', es decir, del ``sistema'' mismo que ya no tiene remedio y que hay que sustituir.
Hay otro fenómeno: un cambio radical de mentalidad que ha operado en vastos sectores de la población. A fines de los setentas, Jorge Ibargengoitia apuntó: ``Estamos gobernados por una minoría, pero sostenida en el poder por una masa enorme y corrupta de la que forma parte todo mexicano que esté dispuesto a hacer un favor con tal de recibir otros a cambio''. Veinte años después, hay todavía grandes masas inertes y corruptas, pero van surgiendo en todas las regiones del país millones de ciudadanos que reclaman espacios para participar. La ``desesperación silenciosa'' ha terminado en México. Este es el mayor cambio de todos: la existencia de una ``sociedad civil'', o para emplear el lenguaje más preciso de Emilio Rabasa, de un ``pueblo''. Es decir, un robusto segmento consciente y activo en contraste con la ``población'' no participativa e indiferente. Este pueblo ya no quiere que un presidente monarca decida caprichosamente lo que deben ser sus vidas y el destino de sus hijos. Hoy el patriotismo es la inconformidad.
Esta conciencia es como una ola. La veo crecer en todo el país y ya no hay posibilidad de que los manipuladores de la opinión pública la disuadan; no hay organizada ninguna fuerza policiaca o militar capaz de reprimirla.
Desde enero de este año, un grupo de políticos de distintos partidos se reúnen para ``crear'' nuevas reglas legales y entendimientos políticos a fin de que el poder se dispute en México de una forma distinta. Es decir, conspiran por una reforma política. Muy pocos creemos en ella. Tantas veces se nos engañó con pequeñas reformas, con maquillajes, con pactos que permitían cambios para seguir igual, que la gente no cree en nada.
Estos ``acuerdos'' discutidos y ``firmados'' formalmente en Bucareli (en la misma casona donde Adolfo Ruiz Cortines llevó a sus esplendores al sistema político mexicano) avanzan hoy penosamente en el laberinto del Poder Legislativo pero escapan a la visibilidad de la mayoría abrumadora. Ha sido necesaria una agregación de fatalidades y el anuncio de rupturas insalvables para que estos hombres de partidos, que fueron enemigos feroces, se vean obligados a sentarse juntos para conjugar la voluntad del cambio que late en todos nosotros y que se va traduciendo en una nueva realidad política con una lentitud exasperante.