En la noche de los tiempos, cuando todo se acabe, seremos tal vez caricaturas de nosotros mismos: caricaturas locamente enamoradas persiguiendo con delirio sus sombras. Algo que dé risa, mucha risa, mucha ternura y muchísima tristeza al mismo tiempo, como una bola de plastilina de tres colores mal mezclada. Esa sensación de tres filos me queda al leer esta novela de Homero Aridjis, En quién piensas cuando haces el amor?Conforme avanzo en su lectura me doy cuenta del género al que pertenece: no es una narración realista, como lo son la mayoría de las novelas que implican una crítica social tan fuerte como ésta. Tampoco es una novela naturalista, como lo son muchos de los relatos que, como éste, tienen como eje una relación erótica, o varias, descritas detalladamente. Tampoco es un relato donde las impresiones de los personajes se tejan constituyendo toda la densidad de la trama. No es tampoco novela impresionista.
Es más bien un relato plenamente expresionista. Me recuerda los dibujos de George Grosz, y de Otto Dix, con sus perspectivas deformes que enfatizan el drama de sus personajes sociales. Y es que la apocalíptica Ciudad Moctezuma de Aridjis se volvió la consecuencia lógica de lo que es hoy la Ciudad de México: una deformación extendida. Es, para quienes recuerden la película, un Gabinete del doctor Caligari, con sus paredes deformes, su monstruosidad expresiva, pero llevada aquí a las dimensiones de una nube. El terror íntimo convertido en paisaje horizonte, universo.
Si el artista del expresionismo ``distorsiona'' colores, perspectivas y otras formas para hacer más fuerte su expresión, nuestra cotidiana labor de destrucción del planeta y por lo tanto de nuestras ciudades es plenamente expresionista. La Ciudad Moctezuma de esta novela es una obra expresionista: una monumental distorsión de todo y de todos. Es el telón de fondo apocalíptico sobre el que corren y mal respiran los personajes de este delirio. Personajes conmovedores y divertidos. Más que psicología, estos personajes tienen actos de representación, tiradas teatrales, historias entre chuscas y rudas, gestos significativos. Son todos algo así como caricaturas de piel profunda. Espejos que se burlan de todos nosotros. De algo que siempre hay en nosotros y es risible.
George Grosz, como el mismo Orozco, tiene en la base de su estética expresionista a la caricatura. Pero es caricatura de trazo profundo, muy dramático y en ocasiones hasta trágico. La comedia exacerbada revela un fondo de tragedia social. Y entre la risa que se burla de los ridículos sociales y la risa que se conmueve ante la fragilidad de los personajes, fluye una dimensión humana que hace al arte, o en este caso a la novela ser novela y no ensayo sobre los problemas de la comunidad. Son infinitos los detalles paródicos, los guiños, los chistes, las referencias en clave irónica al presente caótico de nuestra vida urbana de hoy. El viaje de los personajes del principio al final de la novela es una especie de desfile carnavalesco que hace de la lectura del libro una experiencia rápida, hasta vertiginosa, y muy divertida. Y muchos de los detalles humorísticos están hechos abiertamente en complicidad con el lector, sin importar la verosimilitud dentro del relato mismo. Que una arteria de la nueva ciudad sea llamada por los gobernantes Avenida del Partido Unico de la Corrupción, no es un acto de cinismo de esos políticos sino un elemento paródico válido dentro de una farsa en la que se le dice al lector: esto es una farsa, pero ojo, dice verdades. Como en el teatro brechtiano, la relación con el espectador es fundamental en esta novela. Y todos los personajes tienen algo de teatral: hablan entre si con desmesurada conciencia de que alguien los oye, los observa, los lee: nosotros, el público que va con ellos camino al apocalipsis del quinto sol.
Se trata de una novela teatral: su vertiginoso carnaval de diálogos y escenas exacerbadas me hace relacionarla con las novelas de Severo Sarduy, donde cada personaje es un cuerpo convertido en hiperexpresión: un grito, un gesto deslumbrado, un aullido, un deseo caminante, una síntesis de vitalidad y absurdo. Como el mismo Severo Sarduy, en el festival de Poesía de la Ciudad de México, que se paró encandilado en el escenario de un teatro repleto y prologó su lectura de poemas diciendo: ``Sólo aquí, bajo los reflectores que no dejan ver, las cámaras de televisión y los micrófonos es donde uno puede sentirse natural''. Ese era el espíritu de representación que animaba sus novelas y que es parecido al que parece animar los diálogos y las acciones de los personajes de Aridjis en esta novela.
La narradora es, no por casualidad, una iluminadora de teatro, y todas sus descripciones están en escena focalizando los efectos del espectáculo. Ella misma, su cuerpo, es una forma expresionista del autor que nos habla de la inadecuación de los cuerpos en un mundo que no es a su medida. Los personajes caminan largamente por una ciudad que no está hecha para ser caminada. No es una ciudad a medida humana. La urbe y los humanos son dos geometrías absolutamente incompatibles. Como lo son sus sueños, sus deseos, sus amores.
La ilusión de geometrías que sí se corresponden, que sí encajan una en la otra, sólo se da en el amor, en el encuentro con la otra mitad. Y el baile de tangos malabarísticos de la narradora con el único hombre de su tamaño, pensado como metáfora de ese encuentro geométrico es acertado porque si bien en la cama los tamaños no importan, bailando sí.El hilo erótico, o más bien el deseo naturalmente equívoco que sustenta la relación entre los personajes, nos habla de una vitalidad que se engaña a sí misma creyéndose a prueba de apocalipsis (la destrucción, al final, es inevitable). Pero también nos habla de las paradojas y ambigedades que anidan en nuestros deseos, capaces de encontrar un instante de belleza y de afirmación de la vida hasta en la muerte. Así leemos en esta novela descripciones de atardeceres y de fenómenos similares que sólo son posibles gracias a la contaminación: fenómenos (freaks), distorsiones expresionistas de nuevo, que nos muestran un instante de belleza en lo corruptible. Como aquellos cuadros del siglo XVIII que ponían insectos en las plantas y flores resplandecientes para señalar lo corruptible en la belleza natural, pero ahora al revés. Aquí tenemos algo así como el recuerdo del brillo de una flor bellísima en el lomo acerado de un gusano.
Y ése parece ser el lugar del erotismo dentro de esta novela: una afirmación imaginativa y equívoca de la vida en una gran tendencia total hacia la muerte. Equívoca, como el canto alegre de los pájaros al final de la novela confundiendo el brillo del último incendio, el de la destrucción total, con un nuevo amanecer. La novela nos pregunta: En quién piensas cuando haces el amor? pero nos describe con detalle en qué no pensamos cuando lo hacemos.
Hay un cuadro clásico del expresionismo alemán que se llama Paisaje Apocalíptico (Ludwig Meidner, 1913) y que podría servir perfectamente como ilustración y síntesis de esta novela. Al fondo, una ciudad explota en mil pedazos, arde y se desmorona. En primer plano, un cuerpo desnudo yace en el pasto con una ambigedad de erotismo y cadáver. No sabemos si es un cuerpo capaz de tener placer a pesar del apocalipsis o si es su víctima. Pero ahí está la obra frente a nuestros ojos como afirmación de la existencia ambigua de esas dos dimensiones. Aridjis nos ofrece una obra carnavalesca que nos demuestra la geometría paradójica del amor en el final de los tiempos. El mundo se acaba, persigamos obstinadamente nuestros fantasmas, hagamos el amor y dibujemos con nuestros cuerpos el garabato ambiguo del apocalipsis.