Fue la cárcel del Tribunal de la Acordada, ni más ni menos que el Almoloya de la época virreinal. Surgió como respuesta a la violencia que padecía la ciudad de México y sus alrededores; pandillas de bandoleros asolaban los caminos y los asaltos citadinos estaban a la orden del día. Fue fundado mediante una cédula real expedida en 1715.
Ambulante en sus inicios, se le contruyó al poco tiempo un lúgubre establecimiento en la más tarde llamada avenida Juárez, mismo que se rehizo a fines del siglo. Fueron innumerables los abusos que cometieron los jueces del infausto tribunal, ya que aprehendían a los delincuentes, les hacían un juicio sumario y de inmediato los ejecutaban, colgando sus cabezas en el lugar del crimen, fuese éste un robo simple. Para controlarlo se estableció una junta revisora que ayudó a que no se cometieran tantas inequidades.
Los hampones más severamente castigados eran los ladrones sacrílegos, los salteadores de caminos, los incendiarios y los ``forzadores de mujeres''. La pena mayor era la muerte que podía ser en la horca, la ``mascada'' de hierro y la hoguera. Los que cometían delitos menores eran enviados a servir a los presidios de La Habana, Veracruz y Puerto Rico; si el crimen consistía en portar armas prohibidas, antes se les daban azotes por las calles; si eran mujeres se les exponía a la ``vergenza pública'', y muchos eran enviados a los obrajes.
En este tribunal se usaban cadenas, grillos, esposas, azotes y algunas veces el tormento; los alimentos apenas permitían la subsistencia: en la mañana un poco de atole con pan bazo; al mediodía, frijoles mal sazonados, y en la tarde lo mismo con otro pan bazo.
Aquí se dio la famosa Revolución de la Acordada, la noche del 30 de noviembre de 1828, que llevó al poder al general Guerrero tras el saqueo del mercado del Parián, que causo escándalo mundial pues allí se encontraban los comerciantes más importantes de América y tuvo entre sus efectos, la expulsión de los españoles que se llevaron consigo sus capitales, dejando al país sumido en una crisis económica, política y social.
Junto a la Acordada se encontraba otra triste institución: el Hospicio de Pobres, que se construyó en 1767, con dinero que proporcionó el ``Chantre'' de la Catedral, don Fernando Ortiz Cortés. El edificio fue destruido casi totalmente por un fuerte temblor en 1845, por lo que fue necesario reconstruirlo. Esta edificación, al igual que el nefasto tribunal, tenían sin embargo hermosas construcciones de un barroco muy sobrio pero de gran elegancia; las litografías del siglo pasado las muestran con alto muros, balcones de hierro forjado, enmarcados de cantera y nobles portones de madera claveteada.
Otro bello edificio colindante, y que aún existe, fue el templo y convento de Corpus Christi, que se estableció a principios del siglo XVIII, exclusivamente para las indias nobles, hijas de caciques indígenas, hasta ese momento vetadas a la vida religiosas, pues se pensaba que eran de ``alma tierna'' y no aguantarían el rigor del claustro; gran sorpresa causó advertir que superaban en devoción y severidad a sus contapartes de sangre española.
Entre las normas que resistieron fue la de ``no tomar chocolate y no propiciar que otro lo hiciera''; esto que ahora suena fácil en esa época era una crueldad pues era el gozo máximo de la población. La descripcíon que hace don Manuel Rivera Cambas, de los tesoros que adornaban la iglesia es impresionante, pues la orden era muy querida y los caciques indígenas la colmaban de bienes, estando muy orgullosos del magnífico papel que hacían sus descendientes, siendo modelo para los otros conventos de monjas.
De esta maravilla sólo queda el templo, incrustado en las ruinas que ocupan ahora la avenida Juárez. Su estado es lamentable y muestra grietas y deterioro por todos lados; es imperativo que se restaure y desde luego que se le respete al llevar a cabo el multicitado proyecto Alameda.
Por cierto una felicitación al delegado Alejandro Carrillo, que ya dejó libre de vendedores ambulantes la Alameda, con lo que ya se puede pasearla a placer. En un futuro seguramente reubicará también a los que aún están sobre la otrora señorial avenida Juárez, que esperamos pronto recobre su dignidad.
Por lo pronto no resta más que ir al Barrio Chino a saborear unos pichones asados, un pato almendrado y el clásico chop suey en el restaurante Shangai y reflexionar sobre nuestro pasado para entender mucho de nuestro presente.