Dejo atrás la etapa iberoamericana y continúo viaje hacia Italia y España para cumplir más compromisos académicos. No faltará tiempo, sin embargo, para embobarnos, Nona y yo, ante la cultura vieja, particularmente en Roma y Bolonia y en el circuito apretado de León, Oviedo, Santiago de Compostela y La Coruña. Con remate final en Madrid con una conferencia en la Facultad de Derecho de la Complutense, ver a los amigos que son muchos y disfrutar el encanto de esa capital que obliga a andar despacio para vivirla mejor.
Rompo esta vez una regla de juego periodístico de escribir al filo de lo que se quiere comentar. Ahora lo hago mucho después. Y mucho antes de que ustedes lean estas líneas. Y es que reanudamos vuelo el lunes 13.
La verdad es, también, que tenía ganas de volver a encontrarme con mi computadora, en rigor y dados mis limitados alcances, una máquina de escribir con mucho salero que te permite mañas y elegancias que las otras nunca toleraban, sobre todo, el derecho a corregir el error sin utilizar líquidos blanqueadores o gomitas de borrar. Enviar por fax los manuscritos tiene riesgos sobre todo si la letra es fatal.
Lo que pasó es que al volver a casa y hacer una lectura rápida de los periódicos de los últimos diez días me encontré con noticias que no tengo derecho a pasar por alto con el pretexto de la ausencia.
El problema tiene nombres, por supuesto: Javier Elorriaga Berdegué y Sebastián Entzin. Una sentencia y su autor, el juez Juan Manuel Alcántara Moreno. La escasa esperanza del resultado de una apelación ante un juez federal y como trasfondo, la tan invocada autonomía nunca presente de los jueces de nuestro país.
Se ha dicho ya todo esgrimiendo razones técnicas en contra de esa maldita resolución y no quiero insistir sobre ello. Sólo, tal vez, subrayar, como lo hace Javier en su alegato principal, el libro Ecos de Cerro Hueco, que una acusación sin pruebas difícilmente podría soportar una sentencia condenatoria. Por allí anda el fantasma de un testigo invisible. Ya Emilio Krieger precisó otras muchas fallas de la sentencia.
El problema mayor se encuentra, en mi concepto, en el recurso del Estado a la amenaza penal cumplida como instrumento político. Los ejemplos abundan y quiero recordar a ese propósito el increíble escenario inventado que ha provocado la ya larga privación de la libertad de Joaquín Hernández Galicia, con muerto prestado y doscientas cajas de ametralladoras en la sala de su casa. Pero mucho más reciente en el tiempo está el tema de Sutaur y la prisión de su asesor jurídico y de sus dirigentes. Hace años, por el mismo tema, le tocó también un disgusto breve a Juan Ortega Arenas.
En el caso de Javier y de Sebastián Entzin se ha repetido la dosis y eso me recuerda a los abogados sin demasiados escrúpulos que tratan de convertir en penales los asuntos civiles no muy claros con el fin de presionar arreglos.
Cuando eso lo lleva a cabo un abogado y hay muchos que lo hacen lo menos que uno puede pensar es que se trata de un hombre que ha traicionado su deber de sometimiento estricto a la ley y que merecería ser expulsado del gremio si es que nosotros tuviéramos lo que cualquier país civilizado tiene: colegios de abogados con derecho a privar del ejercicio a quienes no lo merecen, obviamente con un juicio previo dotado de todas las garantías ante el propio Colegio. Sin eso los colegios de profesionales son simples centros de reunión de cuates. Lo que tampoco está mal.
Hacer lo mismo el Estado es aún más incalificable. Y si, además, los jueces que ejecutan esos chantajes son serviles y sumisos y se ponen al servicio de la Razón de Estado, hayan o no recibido consignas o se las hayan imaginado, la situación se torna en enormemente peligrosa para la pretensión, tantas veces invocada y nunca cierta de que en México vivamos en un Estado de derecho.
Ernesto Zedillo, en sus primeros días, presentó una notable iniciativa para la reforma de la Justicia Federal que transformó a la Suprema Corte y puso en juego por separado la administración (hasta cierto punto) al crear los Consejos del Poder Judicial. Nadie puede dudar de que la nueva Corte viene actuando con una calidad profesional extraordinaria y ya pueden listarse algunos fallos históricos, inconcebibles en tiempos no tan pasados: inconstitucionalidad de la Ley de Cámaras y de la Ley Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado y la prontitud y la eficacia con que actuó y resolvió la consulta presidencial sobre el caso de Aguas Blancas. Algo de los méritos le tocan a su presidente Vicente Aguinaco.
Son resultados que merecen elogios.
Sin embargo, este fallo pone en tela de juicio, evidentemente, el propósito de independencia judicial y echa por tierra muchas esperanzas. Y causa más daños al régimen que las promesas incumplidas de mejorar el empleo y la situación económica y bajar la inflación.
Antonio Lozano ha invocado la posibilidad de la amnistía. Quizá ésa sea la solución aunque me sorprende que quien tiene en sus manos el ejercicio de la acción penal, el procurador general de la República, invoque la amnistía que él no puede otorgar, reconociendo implícitamente que no se justifica la condena. El Produrador tiene a su alcance otras soluciones. Pero me temo que la libertad de Javier y de Sebastián tiene un precio político que se intenta cobrar.
Entre tanto Javier y Sebastián han puesto de pie de nuevo a la sociedad civil. Merecen la libertad inmediata. A Javier, además, le envío un fraternal abrazo en prueba de mi admiración a su estoico sentido del humor y de agradecimiento por su libro y la dedicatoria cordial que anotó en él.