MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
El chupa qué?
Alvaro observa la fila de camiones y automóviles que anteceden al suyo. Resignado ante la demora que eso significa, apaga el radio y sube la ventanilla. Necesita aprovechar los minutos de soledad para concentrarse en sus pensamientos y decidir de una vez por todas en qué momento se lo dirá a Claudia: ¿cuando ella salga a recibirla con los niños o a la hora en que los dos se vayan a la cama?
Una retahíla de claxonazos lo saca de sus cavilaciones en el momento en que un microbús se le adelanta e invade su carril. En otras circunstancias, Alvaro perseguiría al conductor para reclamarle su imprudencia. Ahora no tiene tiempo para desgastarse en discusiones inútiles. Vuelve a encender el radio. Automáticamente secunda la voz del cantante que interpreta Los caminos de la vida, ``...son muy difícil de andarlos, /difícil de caminarlos,/ no son como yo creía''.
Alvaro consulta el reloj: son seis y media, en cuarenta y cinco minutos estará en su casa, todavía habrá luz. Maldice el cambio de horario, echa de menos la oscuridad que otras veces protegió sus mentiras. Al calor y la sensación de hallarse entrampado avivan su cansancio. Para desvanecerlo se frota la nuca. El contacto con su piel lo sobresalta. Rápido se abre la camisa y se acerca al espejo retrovisor para mirarse. ``¡Chingao!'', exclama sin violencia al descubrir en su cuello una mancha oscura. Se pregunta cómo estará la que tiene debajo de su tetilla izquierda.
Al recuerdo de la huella que se descubrió esa mañana se sobrepone la imagen de Maritza cabalgándole desnuda, con el cabello revuelto y la boca tenaz, ávida, recorriéndolo. ``Cuidado'', gritó él cuando sintió el mordisco en el pecho. La advertencia fue tan inútil como tardía, porque Maritza acababa de estamparle un rosetón en la piel. ``¡Loca!'', dice Alvaro cuando cree oír nuevamente a la muchacha que bajo la regadera, contestó a sus reproches: ``No exageres: Apenas te dejé una marquita y sólo para que no me olvides tan pronto''.
Alvaro cayó en la provocación: abrió la puerta de vidrio que aislaba la regadera y arrastró a Maritza otra vez a la cama. Ella protestó sin énfasis: ``¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?'' El respondió: ``Que no te olvides de mí'' y enseguida la invadió con el propósito de consumir en el último abrazo los que nunca más se darían. Los dos estaban conscientes de eso y sin embargo, tal vez para no hacer más difícil la separación, se despidieron sin dramatismo y sin intentar siquiera una última caricia.
Durante la primera parte del viaje Alvaro se reprochó no haberse atrevido a pedirle a Maritza su dirección; ahora, cuando está a punto de llegar a la ciudad, se recrimina por su debilidad. Tuvo fuerzas para tomar disimuladamente la cajita con el preservativo, en cambio le faltaron para repeler a Maritza en el momento en que ella mordió su cuello y su pecho. Hubiera bastado con recordarle que él tiene una esposa, pero no lo mencionó: ahora deberá enfrentarse a la suspicacia de Claudia y, peor aún, mentirle a la luz de una tarde artificialmente convertida en noche.
Sin darse cuenta, Alvaro empieza a oprimir el acelerador. Los automóviles y camiones que lo preceden avanzan de prisa durante un largo trecho, pero vuelven a alentarse cuando lo indica la luz roja del semáforo. Alvaro consulta otra vez el reloj: siete y cuarto. En pocos minutos estará en su casa. Imagina a Claudia en diferentes escenarios: diciéndoles a los niños que levanten el tiradero porque ya va a llegar su papá, inclinada sobre la estufa para darle los últimos toques a uno de esos platillos que cocina en ocasiones especiales. Alvaro se figura que su mujer quizá esté bañándose o eligiendo la ropa más atractiva para recibirlo, como si él regresara de un muy largo viaje y no de un seminario que duró apenas una semana.
Esos pensamientos hacen que aflore otra vez el sentimiento de culpa que Alvaro inútilmente se esforzó por desvanecer. El pecado está allí, tan preciso y oscuro como las manchitas en su cuello, bajo su tetilla izquierda, en su espalda. ``Se lo digo llegando'', afirma en voz alta mientras desde el puente de Nonoalco mira la cúpula cobriza del Monumento a la Revolución.
Alvaro se sobresalta cuando escucha la voz de un niñito que junto a la ventanilla le suplica: ``¿Me compra una flor? Andele, pa'un taco...'' El viajero siente la tentación de regalarle una rosa a su mujer, pero luego se da cuenta de que ese inusual rasgo de cortesía despertará las sospechas de Claudia. Mete la mano a la bolsa y saca una moneda de dos pesos. El florista la toma con avidez y desaparece zigzagueando entre los automóviles.
Un embotellamiento paraliza otra vez la circulación. Alvaro celebra el tropiezo porque así tendrá tiempo para afinar un discurso creíble; para conseguirlo sabe que, antes que otra cosa, debe convencerse a sí mismo de que los moretones que sombrean su cuerpo no son consecuencia de sus batallas de amor sino de otra muy desafortunada y riesgosa.
En cuanto se da esa explicación, Alvaro se pregunta lo que seguramente le preguntará su mujer: ``¿Que la hacienda donde se hospedaron no es un hotel con vigilancia y todo?'' Después de reflexionar unos minutos encuentra la respuesta perfecta: ``pues sí, pero el viernes ya estaba fastidiado de ver tanto tiempo las mismas caras, y me fui a caminar solo. Descubrí un río precioso --espero llevarte muy pronto, te encantará-- y como el sitio estaba desierto, me desnudé y me metí al agua. Cuando salí me atacó el animal: Estoy seguro de que era el chupacabras. Me mordió el cuello, el pecho y alcanzó a darme un llegue en la espalda cuando traté de huir''.
Satisfecho de su argumentación, Alvaro no puede menos que sonreír cuando imagina lo que diría Maritza si supiera que va a atribuirle las consecuencias de sus arrumacos a un animalejo extraño que nadie ha visto, pero que se supone tiene el aspecto de un perro o de un felino. Claudia exigirá detalles y él rechazará la exigencia aludiendo a su desconcierto y su miedo: ``¿No te dije que me cayó de sorpresa? Casi ni lo vi, pero me pareció que era algo así como un perro, sólo que mucho más fuerte. Cuando corrí se me fue encima y me tiró, por eso tengo una marca en la espalda''. Alvaro sabe que en ese punto tendrá que suavizar la inquietud de Claudia: ``Pero no te preocupes. Apenas llegué al hotel me auscultó el médico. Me dijo que afortunadamente no hubo desgarradura, porque de lo contrario...''
Alvaro premió con una sonrisa la inagotable inventiva que, por cierto, ha tenido que poner a prueba en varias ocasiones. Por ejemplo, aquella vez que justificó el carmín en su camisa diciéndole a Claudia que ``una señora ya grande se desmayó en mis brazos cuando subíamos en el elevador''. No fue menos hábil cuando tuvo que explicar la presencia de un larguísimo cabello pelirrojo en el asiento del coche: ``¿Cómo de quién es? ¿No te dije que le di un aventón al hermano de Rivera? Es cantante de rock y tiene la greña hasta la cintura''.
Sin darse cuenta, Alvaro llega a la puerta de su casa. Da cuatro golpes de claxon, como siempre que anuncia su llegada. Experimenta una ternura inmensa cuando ve aparecer a Marcela y a sus dos hijos. Los niños corren a abrazarlo y antes de que él pueda hablar le dan la noticia a una sola voz: ``Papi, papi, ¿qué crees? A mamá la atacó el chupacabras. En serio: le dejó moretones en los brazos y en una pierna. Dile que te los enseñe.
Alvaro deja caer su maleta y permanece inmóvil mirando a su esposa hasta que al fin le grita: ``¿Te atacó el chupa qué...?'' Claudia parpadea y con expresión de niña asustada responde: ``El chupacabras, amor. No sé de dónde salió y como me asusté tanto no tuve tiempo de verlo bien, pero creo que era como un perro o algo así...''