La Jornada Semanal, 19 de mayo de 1996
Más que una cárcel de máxima seguridad en el
Estado de México, Almoloya es un lugar imaginario de la
opinión pública. Su fama no es sólo mayor a la de
los otros dos Ceferesos (Centros Federales de Readaptación
Social) de alta seguridad Puerta Grande, en Jalisco, y el de
Matamoros, Tamaulipas, sino que se ha convertido ya en parte de
un mito justiciero. El reclamo colectivo de que alguien sea
encarcelado ahí, hace de Almoloya una palabra cercana al
infierno; vincular el apellido de un ex funcionario con el nombre de
la prisión es ya, en sí mismo, un encarcelamiento. Pero,
Almoloya es, sobre todo, un tiempo. Si el culpable no pasa las rejas
de la cárcel en un tiempo definido socialmente, la justicia
pierde relevancia. En décadas pasadas, Lecumberri y las Islas
Marías generaron relatos desde dentro del encierro con un mismo
tema: el tiempo siempre igual en la celda, la pérdida de la
noción de los días y los años. Pero con Almoloya
el tiempo es externo a las aldeas: entre la demanda de justicia en las
calles y la operación lenta del Derecho, la opinión
pública impone una presión severa a los procedimientos
de nuestro aparato judicial. Así, con el reclamo de justicia,
la opinión pública demanda expiación de culpas y
castigos ejemplares, en una idea del delito como pecado. Una vez que
el inculpado por la opinión pública entra a Almoloya,
todo se olvida, a pocos les importan los procedimientos del caso, la
vida de los encarcelados, el traslado de reclusos de alta peligrosidad
a otros penales. Por sí mismo, entrar a Almoloya compensa
cualquier agravio con el olvido.
Dentro de Almoloya como idea social del castigo, existe una ironía. De todas las construcciones del salinismo el complejo empresarial Santa Fe, la fallida Ciudad de las Artes y los malls por toda la República que nunca se llenaron, la más cercana a las vueltas de tuerca de la política priísta es el penal de máxima seguridad en Almoloya de Juárez. Propuesto en 1988 al entonces presidente Miguel de la Madrid, el nuevo penal federal de Almoloya fue inaugurado por Carlos Salinas en agosto de 1991. Casi cuatro años después, el hermano del ex presidente, Raúl, se convirtió en uno de sus reos en espera de juicio, junto con narcotraficantes, homicidas y asaltabancos ya fugados, recapturados, amotinados y vueltos a sentenciar. Un año después de su detención, Raúl Salinas describió su vida en Almoloya: "Dos metros de cama, uno de lavamanos y letrina, queda uno que ocupa el cubo de la regadera. Ahí lavo diariamente, al finalizar mi baño, mi ropa interior. El uniforme me lo cambian una vez a la semana. Tengo dos juegos de camisola y un pantalón caqui, uno puesto y otro en la lavandería [...] He perdido la percepción del cambio de las estaciones o del estadodel tiempo [...] y la sensación de oscuridad. En mi celda hay un foco encendido día y noche. Hay un hueco con una reja, en la pared, sobre el lavabo, y ahí está esa luz permanentemente. Es un recordatorio de que soy observado sin cesar. Sobre la puerta, en el ángulo superior de la pared hay una cámara de televisión de circuito cerrado [...] a cada instante soy observado [...] no sólo es mi celda la que está alumbrada, sino toda la prisión." (El Economista, martes 23 de enero, 1996.)
Hay dos Almoloyas. Una, es la prisión estatal, proyectada en 1966. La otra es la federal, inaugurada en 1991. Hace treinta años, el nombre de Almoloya (el penal estatal) simbolizó ideas distintas a las del simple castigo: el humanitarismo en las prisiones, la idea de Sergio García Ramírez de la cárcel sin rejas y con jardines, del encarcelamiento como rehabilitación del delincuente y el trabajo como purificación. En 1966, fue el penal de la tolerancia en aumento. Al ejemplo de Almoloya le siguieron el cierre definitivo de la prisión porfiriana, Lecumberri, y la edificación, en la ciudad de México, del Reclusorio Oriente y el Reclusorio Norteen 1976, y del Reclusorio Sur en 1979. Sin embargo, los motines, las fugas masivas en complicidad con los custodios y los negocios millonarios dentro de las cárceles mexicanas hicieron fracasar la utopía de la regeneración del delincuente.
En 1993, veintisiete años después de aquel proyecto humanitario del primer Almoloya, 400 de los mil 476 internos de ese penal estatal tomaron por la fuerza el dormitorio A, contiguo a la celda de castigo donde Javier Adalid Miranda, "El Hock", estaba encerrado. "El Hock" era el Gary Gilmore mexicano: de sus 28 años, más de diez los había vivido en prisión. Eso le permitió formar dentro de Almoloya una banda, "Los Púrpura", compuesta por los reos trasladados de Barrientos y Nezahualcóyotl. A las 9:35 de la mañana del 14 de diciembre de 1993, los reos amotinados decidieron terminar con la autoridad de "Los Púrpura": durante diez minutos golpearon hasta matar a Adalid Miranda; luego, llevaron su cadáver al campo de futbol para seguirlo pateando, mientras grupos de cincuenta presos asesinaban a golpes a los quince dirigentes de "Los Púrpura". Los cadáveres fueron amontonados en el centro del campo de futbol y los reos exigieron que se presentara el director del penal estatal, Moreno Amud, "para matarlo" gritaron. Había naufragado el proyecto de la cárcel sin rejas del primer Almoloya.
En las otras prisiones del país, el ideal del encierro reeducador fracasó al ritmo de Almoloya. En su apretada y bien documentada historia de las cárceles mexicanas Por qué Almoloya? Análisis de un Proyecto Penitenciario, Juan Pablo de Tavira describe lo desahogada que puede ser la vida en un reclusorio si se tiene dinero e influencia: en el Reclusorio Oriente, Gilberto Flores Alavez (el homicida de sus dos abuelos, retratados por Vicente Leñero en Asesinato) "vivía en el área de visita conyugal y poseía un lujoso restaurante con muebles de piel y atendido por personal de La Mansión [...] donde ofreció un ostentoso banquete a Aguirre Costilla (el director general de reclusorios) para festejar el éxito de la visita presidencial [de Miguel de la Madrid]"; en el Reclusorio Sur, Juan Esparragoza, "El Azul" (compadre de Caro Quintero y de "Don Neto") era dueño de un lujoso frontón dentro de la cárcel, y junto con Félix Gallardo (el fundador del primer cártel internacional de narcotraficantes, ahora preso en Almoloya), contaba con una escolta, una celda amplia y "hacía fiestas con invitados, vino importado, buena droga y mujeres guapas", a las que asistían "políticos" y "el director del penal"; en el Reclusorio Norte, Rafael Caro Quintero "vivió en varias celdas alfombradas, con jardín, jacuzzi, comedor, gimnasio, portaba joyas y millones de pesos con los cuales compraba todo"; al ser trasladado a Almoloya, Caro Quintero le heredó a José Antonio Zorrilla Pérez (autor intelectual del asesinato del periodista Manuel Buendía) "un área con estancia, cocina, toda clase de aparatos de sonido, videocasetera y una enorme televisión a color". El límite de lo que un recluso puede introducir a su celda está marcado sólo por la cantidad de dinero de la que disponga. En un cateo a los presos del Cereso Durango, en octubre de 1992, la policía encontró pistolas .38, metralletas AR-15 y 9 mm., una AK-47, 131 cuchillos, 102 "puntas", un fax, dos celulares, un radio de largo alcance, dos aparatos de radiocomunicación y 20 gramos de cocaína pura. Cinco meses antes, en la prisión de los pobres, Cerro Hueco, en Chiapas (donde Javier Elorriaga fue recluido mientras esperaba sentencia por su supuesta participación en la guerrilla zapatista), los reclusos indígenas hacían una huelga de hambre en protesta por la falta de personal médico.
Como el retorno de la severidad de la vigilancia hacia los presos, sus inventores ven en el nuevo Almoloya de 1991 el final de la cárcel como centro recreativo para huéspedes poderosos. En agosto de ese año, se publicó el Reglamento de los Ceferesos. La lectura de ese reglamento nos da una leve idea de lo que significa su aplicación dentro de la cárcel: los internos de distintos dormitorios tienen prohibido comunicarse entre sí (de hecho, los narcotraficantes sólo pueden conversar entre ellos y no, por ejemplo, con los multihomicidas); los familiares que les visiten no pueden introducir ni comida ni objetos a los reos (Oliverio Chávez Araujo, el narcotraficante que lidereó el motín de 1991 en el penal de Matamoros, fue castigado en Almoloya cuando su esposa trató de introducir un teléfono celular escondido en el bastidor de un cuadro), y los presos, "por ningún motivo" pueden tener dinero o valores en el penal. La idea de la máxima seguridad es contraria a la permisividad del antiguo Almoloya humanitario; a aquella cárcel estatal de los sesenta le siguió, en los noventa, una fortaleza federal disciplinaria.
Almoloya simbolizó un cambio en la idea que el Estado tenía de sus delincuentes (se ha dejado de creer en la rehabilitación generalizada), pero también señala una idea de ciudad. La modernización dejó un saldo en contra de los ciudadanos. Entre más creemos en la amenaza, más se nos hace pagar por la protección: la masificación de la vigilancia, la militarización de la policía o, como diría un personaje de Sciacia, "el deshonor y el crimen deben ser restituidos a los cuerpos de la multitud, castigados en el número, juzgados por la suerte". Juan Pablo de Tavira, primer director del penal federal de Almoloya, justifica el fin del viejo modelo penitenciario: "Los violentos cambios sociales y de otra índole ocurridos en los últimos años han ido saturando las prisiones del país; además, la población interna de alto poder económico se ha ido apoderando de ellas y ocupa lugares de privilegio [...] el fracaso del humanismo penitenciario, la falta de eficacia de las leyes que de él emanaron, llevó al gobierno a tomar la decisión de crear un sistema de alta seguridad, que se convirtiera en modelo de un sistema penitenciario disciplinario estricto y congruente con la función social que debe cumplir una prisión."
Almoloya se convierte así en el lugar de los malvados. De mayo a noviembre de 1991, Almoloya permaneció sin reos. Sus instalaciones se utilizaron para escenificar simulacros de motines y fugas y los policías se entrenaron en tiro, artes marciales y contención de resistencias organizadas con perros. Hasta el 25 de noviembre empezaron a llegar los prisioneros. Entre los primeros en ser trasladados estaba Roberto Villegard Cañedo. Su historia, contada por el propio Juan Pablo de Tavira, es menos conocidaque la del Top Ten de Almoloya: Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo, Mario Aburto Martínez, José Antonio Zorrilla Pérez, Raúl Salinas de Gortari, "Don Neto" Fonseca Carrillo, Francisco Arellano Félix, Joaquín "El Chapo" Guzmán, "El Güero" Palma y "El Ceja Güera" Beltrán.
En 1972, a los veinticuatro años de edad, Villegard secuestró al hijo de sus vecinos en Guadalajara. Fingiendo la voz, los llamó y pidió un rescate. Los vecinos, aterrorizados, le pidieron que sirviera como enlace y entregara el dinero al anónimo secuestrador. Pero Villegard asesinó al rehén. Fue condenado a 27 años de cárcel en la prisión de Oblatos y se fugó tres años después. En 1983, Villegard reapareció como vendedor de bienes raíces en Chapala. Ahí logró convencer a dos ancianas de que le otorgaran el poder para vender unos terrenos a un comprador inexistente. El día de la supuesta venta, Villegard fingió la descompostura del auto en un camino desierto. Con una llave asesinó a las dos mujeres y luego les pasó el automóvil por encima, disfrazando el homicidio de accidente. Tenía 35 años y fue sentenciado a 30 de prisión.
La historia de Jorge Said Aparicio (contada por De Tavira, con base en los expedientes), otro de los reclusos desconocidos de Almoloya, es parecida a la Villegard. Said era un médico del IMSS. Un día conoció a una joven con problemas emocionales y de drogas y el doctor se comprometió a cuidar de ella. Más tarde, la joven apareció muerta y el doctor Said se presentó a tratar de cobrar un seguro de vida que la muchacha había firmado a su favor. Se le condenó por homicidio calificado a 40 años de prisión. Desde Almoloya, el doctor Said ganó el concurso "Carta a mi hijo" del periódico Novedades.
Menos sutiles son los homicidios de Jorge Pellegrini y Florentino Fajardo. Según De Tavira, en 1983, cuando Pellegrini era patrullero de caminos, detuvo en un retén a un camión militar para hacerle una revisión, como parte de la campaña antialcohólica en Puebla. Como los cuatro militares se negaron, hirió a uno, desarmó y amordazó a los restantes. Así, llevó a los militares hasta Veracruz, donde les inyectó una solución de cloruro de potasio para aparentar un paro cardiaco. Pero las inyecciones no surtieron efecto y Pellegrini decidió ahorcarlos. Metió los cadáveres en un automóvil y le prendió fuego. Lo sentenciaron a 31 años de cárcel. Pero en 1988, en el Cereso de Puebla, organizó un motín contra el preso que manejaba la prisión, "El Mongol". Le ayudó Florentino Fajardo, un multihomicida condenado a casi setenta años de cárcel por cinco homicidios y un intento. Los testimonios cuentan que en el motín contra "El Mongol", Fajardo abrió el tórax del interno, le sacó el corazón y se lo comió frente a los reos enloquecidos.
De Almoloya, ese territorio inaccesible y separado que contiene la maldad, la opinión pública no cuenta más que con algunas descripciones periodísticas para imaginarlo. "En las cercanías de Toluca escribió Carlos Marín en la revista Proceso se levanta el penal de máxima seguridad, al lado de la Academia de Policía del Estado de México. Enfrente, del otro lado del camino, hay un estacionamiento, con un gran salón de espera, en el que se tramitan las visitas al penal. Con muros colados de concreto, al edificio se antepone un área de estacionamiento restringida, exclusiva para el personal de servicio [...] Dos plumas cierran el paso, y media docena de agentes vestidos de negro revisan la cajuela del automóvil y permiten la entrada. En el vestíbulo, otra media docena de uniformados, éstos de azul, piden la identificación de rigor, registran en computadora, revisan lo que los visitantes llevan. Al trasponer esa sala, un equipo como de aeropuerto detecta lo detectable y otro custodio hace la última revisión con un aparato electrónico, en las vestimentas de quienes, por fin, entran a una especie de caja fuerte y laberíntica."
Sin embargo, en su inasibilidad, Almoloya de Juárez existe en el imaginario social ligado a la justicia. Hay quienes aseguran que en la efímera consigna contra el ex presidente Carlos Salinas, "Salinas a Almoloya" (o, como corea el caricaturista Trino: "Tomate, chile y cebolla, alguien falta en Almoloya"), existe una idea de venganza. En realidad, el clima recuerda las iras contra otros ex presidentes la excepción es Miguel de la Madrid y funcionarios públicos que gozande una riqueza socialmente ilegítima. Esta idea de justicia existe en la tensión entre dos personajes: Rafael Caro Quintero y Carlos Salinas de Gortari.
Cuando Caro fue aprehendido en Costa Rica en compañía de Sarita Cosío, apareció en las casetas de teléfonos públicos de la ciudad de México una demanda: "Libertad a Caro Quintero para que pague la deuda externa." Era la misma idea de aquella canción de Chico Ché y la Crisis, "El sustazo de Durazo" (1985): "Hay qué sustazo/ se está llevando este negrazo/ La gente se queda contenta/ si nos cubres la deuda externa." Detrás de esa actitud no había centralmente un elogio del delito sino la idea de la justicia como compensación, como equilibrio entre pecado y penitencia. Caro simbolizó al self-made man del campo mexicano que establecía una ley paralela, no muy distinta de la policiaca, que empleaba a más de 30 mil peones en sus ranchos, que donó 100 millones de pesos para las obras sociales del municipio de Caborca, Sonora. En el imaginario social de 1985, un narcotraficante podía, con su dinero malhabido, compensar sus pecados. Pero la violencia desatada por las pugnas entre cárteles en los noventa borró la imagen del narcotraficante bueno.
Al paso de los años, Rafael Caro Quintero pasó de encarnar el mito del transgresor, al olvido. Nadie se enteró de que en Almoloya fue castigado por tratar de propasarse con una enfermera. Y se ha quejado de su vida en prisión sin encontrar los ecos que, en otro tiempo, tuvo en la opinión pública: "Nos despiertan a las seis de la mañana. A las ocho nos bajan al comedor y nos vuelven a subir a la celdadespués de desayunar. A las diez nos bajan al patio y permanecemos ahí hasta la una de la tarde, cuando nos subimos de vuelta a la celda; y nos bajan al comedor como a las tres, tres y media, y subimos a la celda otra vez, y nos bajan al patio a las cinco, y como a las seis entramos a clases. A las once de la noche nos dejan que nos 'duérmamos' [...] Mi celda es muy reducida, con una ventana que da al patio. El patio no tiene nada, unas bancas, nada más." (Proceso, núm. 854.)
Con Carlos Salinas, la idea de una justicia compensatoria se repite. En tiempos de crisis, los poderosos son el blanco de los que sacrificaron su presente por una promesa que no se cumplió. El reclamo contra el ex presidente Salinas es, en todo caso, una ficción: la justicia debe privar sobre el derecho. En otras palabras, el sentido común de la justicia como equilibrio social hoy se contrapone al derecho como procedimiento legal, en cuya lentitud, complejidad y secretos se fundan todas nuestras sospechas de corrupción. El anhelo de la opinión pública es unir la justicia con el derecho y, en ese tiempo sin lugar, lo que importa para censurar moralmente a un delincuente es el número de opiniones que lo condenen. Esta culpabilidad por estadística opera como la otra cara de la masificación de la vigilancia y descansa en algo sobre lo que el Estado no puede intervenir: el rencor personal. Independientemente de si la justicia institucional castiga o no los malos manejos de Carlos Salinas de Gortari en su sexenio, el perdón de la opinión pública seguirá siendo un acto de estadística, de la suma o resta de los perdones personales.
Lo que se puso en juego con la venta de máscaras de Carlos Salinas y los muñecos del ex presidente con uniforme de presidiario, no es, en modo alguno, una persecución. Nunca, desde que empezaron las burlas colectivas contra Salinas en 1988, vimos las turbas linchantes. Es evidente que lo que había detrás de los reclamos de "Salinas a Almoloya" era un ejercicio por no olvidar lo que somos. En la creencia de que el sexenio salinista se hundió en su propia corrupción hay una historia que no es benévola y que deja a los historiadores del futuro descubrir lo "positivo" de la modernización. Este recuerdo de agravios reales es, sin embargo, limitado. La condena moral de la opinión pública contiene el riesgo de señalar una figura la del ex presidente, autor intelectual de la crisis, y la de su súper asesor, José Córdoba Montoya, a quien se le acusa, antes que del crimen de Colosio, de ser "extranjero" y eximir a todos aquellos que colaboraron y se beneficiaron del espejismo del Sueño Mexicano. Este recuerdo centrado en dos personajes resulta cómodo para la opinión pública que se presenta, sin distinciones, como absolutamente inocente y engañada (incluidos los priístas). Pero la pregunta es si todos somos Salinas. Es decir, hasta dónde la corrupción es generalizada y cuál es el límite permisible de la sociedad hacia lo ilícito? La idea social de Almoloya nos da una respuesta inequívoca: la única corrupción condenable es la que se percibe como ostentosa, notoria y espectacular. Nada más.