Cada año perecen 17 millones de personas número equivalente a casi dos tercios de los que murieron en toda la Segunda Guerra Mundial que podrían salvarse si contasen con una asistencia médica elemental y muy poco costosa, según los datos de la Organización Mundial de la Salud.En efecto, con apenas un dólar por cabeza, según la OMS, se podría asegurar contra el cólera, el tifus, la tuberculosis o las enfermedades venéreas, a quienes, por su pobreza y su ubicación geográfica, corren el riesgo de contraerlas. Hay que contrastar esta cifra mínima con los costos materiales y sociales para la comunidad de los millones de enfermos y de muertes y, además, con los cientos de miles de millones que se despilfarran anualmente en todo el mundo en armas, en lujos o en consumos absolutamente prescindibles y nocivos.
Si esos millones de personas mueren es porque el aumento aterrador de la miseria y la reducción de los servicios hospitalarios y de prevención de las enfermedades han debilitado su resistencia física. Al mismo tiempo, la industria agroalimentaria, para reducir sus costos, utiliza a manos llenas antibióticos que son absorbidos por los seres humanos a través del consumo de carne, leche o de otros subproductos de la cría. Los virus, por lo tanto, se inmunizan, aumentan su resistencia y mutan. De este modo nace un trágico círculo vicioso, pues las dosis anteriores ya no pueden curar las enfermedades que ya estaban dominadas, al mismo tiempo que aparecen otras nuevas, para las cuales hay que descubrir drogas más potentes mientras el costo material y en vidas humanas aumenta rápidamente. A la despreocupación por las consecuencias sociales de este tipo de industria se une además un tipo de medicina que recurre masivamente a los antibióticos para evitarse el estudio de cada paciente y la búsqueda de nuevos medicamentos y métodos naturales de combate a la enfermedad.
Las cifras de muertes evitables que nos comunica la OMS golpean la conciencia de toda persona civilizada y asombran por el egoísmo y la ceguera de quienes creen poder escapar al contagio en un mundo unificado como nunca por los transportes aéreos y por las migraciones. En las condiciones actuales y con los medios y recursos existentes la cuestión sanitaria es un problema social cuya solución pasa necesariamente por una redistribución más justa de la riqueza para elevar el nivel de vida y de cultura de los habitantes de nuestro planeta.
Hay que recordar a este respecto que la Tierra es sólo una pequeña nave en el cosmos y que cualquier epidemia en ella amenaza a todos sus tripulantes y pasajeros, sin distinción de clases. Sobre todo cuando el ciego afán de ganancias está destruyendo el ambiente y nuestras resistencias naturales y creando, en cambio, nuevas plagas y nuevos peligros.