Los subsidios, por odiosos que les parezcan a los idólatras del mercado que creen en sus regulaciones ideales, son inherentes a un modelo de producción, comercio o de forma de vida organizada. Ello es así debido a las imperfecciones que todo sistema incluye. Los subsidios aparecen para mitigar o remediar, en lo posible, las deformaciones que se generan en el ejercicio de funciones donde alguien pierde, otros ganan, se compite, muchos se complementan y donde hay avances, catástrofes y retrocesos.
De todos los subsidios, los más abundantes son los que demanda la fábrica de un país. Lo vemos en estos críticos días con aquéllos destinados a la banca. Pero los del campo y la industria no son de menor cuantía y deberían, en atención a su importancia y rendimiento, ser mayores. En la Comunidad Europea por ejemplo, los subsidios agropecuarios llegan a rebasar los costos mismos de dicha producción. Pero hay subsidios destinados a la actividad política (partidos), a la cultura, a la inversión (exenciones al capital), a los estilos de vida, la ciencia y, por supuesto, los distribuidores de justicia, los compensatorios de las deformaciones de casi cualquier modelo económico: aquéllos diseñados para mitigar la marginación y la pobreza.
Ahora que el presidente Zedillo en persona reconoció, en las mismísimas alturas del poder, el concepto de los costos a futuro de los masivos subsidios para la banca y los deudores, es imperativo llevar a cabo un ejercicio reflexivo del porqué y para quién deben ser puestos en práctica determinados subsidios. La pregunta sobre los beneficiarios lleva, de inmediato, al cuestionamiento sobre los aportantes, los métodos de su particular financiamiento y las formas de decidir tanto sobre los montos, como los destinos, la oportunidad y, en algunos casos, las restituciones a que se deberán obligar los receptores de tales recursos del pueblo. Esto es pertinente porque todo indica que quienes deciden sobre los apoyos a deudores y banca son muy pocos, lo hacen a la sombra y bajo presiones constantes de los directamente interesados (banqueros, deudores, acreedores). No pasan además por el conocimiento, menos el control del Congreso y sólo se informa de manera general e incompleta a los ciudadanos, siendo ellos, precisamente, los pagadores y sobre los que recaerán, además, las carencias y sufrimientos por la sequedad presupuestal para la inversión implícitos en tales rescates y auxilios.
Canalizar al sistema financiero entre un 6 por ciento del PIB actual y otro 5 por ciento en lo que resta de la crisis (97) a un conjunto de bancos y deudores obliga a una profunda toma de conciencia sobre las consecuencias colectivas de tal esfuerzo. Sobre la justicia en primer lugar, pero respecto de la eficiencia en hacerlo también. Los mecanismos para generar esos recursos deben ser explorados y debatidas las reformas fiscales requeridas. Motivo urgente de discusión lo constituye la compensación específica que los banqueros (accionistas y administradores) deben a la sociedad que con tantas penalidades los mantuvo a flote y les permite su continuidad. Este punto en particular no se conoce, nada se dice de ello y, lo peor, es que pueda pasar sin ser puntualmente aclarado. Una cosa es que los accionistas se vean obligados a incrementar su capital por los riesgos tomados al manejar los dineros del público, que se les diluya su participación ante pérdidas habidas, y otra cosa es que conserven sus instituciones a salvo del naufragio con las aportaciones de los contribuyentes, los usuarios de sus servicios (incrementos al margen de intermediación) y las exclusiones de todos aquellos para los que no habrá recursos que les compensen las oportunidades que se les irán negando.
Similares cuestionamientos se pueden predicar de los subsidios a la pobreza, sobre todo para la que adopta formas extremas y que, en México, es ya un verdadero horror, una vergenza y un error estratégico de gran magnitud. Ningún aparato económico soporta tal carga sin incurrir en costos adicionales e incapacidades para un crecimiento acelerado y sustentable. Las limitantes para la fábrica nacional acarreadas por la miseria, y que a simple vista pueden observarse, son indicativas de lo reducido de los alcances del sistema en operación, puesto que deja fuera, por sus cortedades de escala, precio y calidad, a una tercera parte de la población.
Aquí hay un campo de acción que ha sido abandonado por el PRI en sus desvíos y atrofias, no llenado adecuadamente por la izquierda, y menos aún atendido por la derecha (PAN) que pasa de largo sin comprometerse para darle el necesario diagnóstico y la formulación adecuada.
Desatar la energía e imaginación de la sociedad para justificar, generar y canalizar de manera eficaz los recursos compensatorios de naturaleza social es un campo fértil para la captura de simpatizantes electorales y para darle contenido, propósito y atractivo a cualquiera organización que requiera de militantes, voluntarios (ONGs) o creyentes (iglesias). Dejarlos en manos de la burocracia pública y privada tiene consecuencias ya experimentadas. Una de ellas es la permanente tentación a eliminarlos o reducirlos. Otra a usarlos, con dispendio, en función de provechos personales o de grupos de interés. Pero lo casi inevitable es manipularlos para ensanchar feudos y esferas de poder si la contraloría de la sociedad escasea.