Víctor Flores Olea
Una reliquia del pasado

Pocas veces ocurre, pero la chispa llega a producirse: la convergencia de la opinión nacional e internacional que exige para México una profunda transformación democrática.

Por diversas razones, naturalmente, pero coincidiendo en lo fundamental: ya no se entiende más la persistencia de un sistema de ``partido único'' al cual parece seguir aferrado México, que se ha convertido en reliquia de épocas anteriores, anacrónico y fuera de lugar en las postrimerías del siglo XX.

Por eso hemos repetido que la transición democrática constituye el primer punto de la agenda política nacional. En primer lugar por la exigencia interna de los mexicanos, pero también por las ``condiciones'' que impone la moderna ``globalidad''. Transición democrática que resulta una operación complicada y de muchas aristas, pero que al final de cuentas es una necesidad histórica insoslayable.

Comencemos por el exterior, ya que el régimen parece ser con frecuencia más sensible a la opinión externa que a la nacional. Hoy la OCDE, el TLC, la Unión Europea, la comunidad financiera, los partidos políticos de infinidad de países, los dirigentes y hombres de Estado se preguntan cómo es posible que un país aspirante a la ``modernidad'' mantenga aún ese sistema dislocado en el tiempo, concluyendo que el avance de la democracia mexicana es el primer punto de la confianza en el país, el primer requisito para su real presencia e incorporación normal, no subrepticia, a la comunidad de naciones.

(Por supuesto que la exigencia no se presenta de manera explícita y directa, sino elíptica, propia del lenguaje diplomático. Pero para el caso es lo mismo: la seriedad, la presencia confiable de México en la comunidad de naciones depende de su democratización interna. Apenas voltean la espalda los representantes del país las lenguas se descosen sobre este asunto.)El razonamiento es simple: en un país dirigido ejecutivamente por un grupo minúsculo y excluyente, en que las decisiones carecen del contrapeso de instituciones políticas independientes y de una opinión pública que sea escuchada, capaces de moderar esas decisiones concentradas, difícilmente podemos esperar de un gobierno racionalidad verdadera y seguridad. Es más: el sistema concentrado y de ``partido dominante'' se nos dice en muchas partes, con abundancia de razones es hoy el mayor obstáculo para el desarrollo y la prosperidad futura de los mexicanos. Es su límite y su piedra de toque: sin la correspondiente transformación política no habrá ni confianza ni seguridad internacional en México.

Subrayamos ahora la exigencia ``externa'' de democracia porque hemos abundado en otros artículos sobre la necesidad interna de la transición, que también tiene, como núcleo de la argumentación, el desarrollo de México en varias dimensiones o su freno y bloqueo.

Para ese avance, sin embargo, se presentan una serie de contradicciones que aquí solamente podemos registrar. Una de ellas, por supuesto, se refiere a las fuertes resistencias al interior del partido: unos desearían la perfecta inmovilidad, otros una movilidad que no pusiera en riesgo el poder establecido (``Cambiar las cosas para que sigan igual'', según la conocida máxima de Lampedusa).

Por el otro lado tenemos la afirmación de que sólo con la derrota del PRI o, si se quiere, con la alternancia realizada, se podría probar el avance democrático. Esta parece ser una de las cartas que manejan los grupos dirigentes en Estados Unidos, y desde luego el PAN, para el cual sólo hay democracia si ese partido accede al poder. Otros más y aquí parecería colocarse el PRD en la actualidad sostienen que la democracia en México se certificaría si las campañas electorales y el sufragio se desarrollan dentro de la mayor transparencia y equilibrio.

Todavía para otros, no sería suficiente ni el equilibrio ni la pulcritud de los procesos electorales, sino que éstos deberían ir acompañados de una nueva composición gubernamental que atienda esencialmente en sus decisiones las demandas sociales olvidadas durante tanto tiempo. La democracia, desde este ángulo, no debería simplemente ``reproducir'' e inclusive reforzar a los gobiernos oligárquicos que hemos tenido, sino hacer honor a la definición fundamental de la democracia: un poder que surge del pueblo para volver al pueblo, resolviendo sus necesidades.

Todavía debemos preguntarnos si el gobierno de Ernesto Zedillo ha entendido esencialmente tales exigencias, esas condiciones y contradicciones del momento político mexicano. Parecería que sí cuando enciende la luz verde para las reformas electorales (que ojalá se profundicen en las cámaras, por ejemplo abriendo espacio a las candidaturas independientes), o cuando se declara dispuesto a continuar con el diálogo de paz de San Andrés. Pero parecería que no cuando se dicta la absurda sentencia condenatoria a Elorriaga, o cuando se amenaza al EZLN, o cuando el propio Presidente no parece dispuesto a encabezar políticamente la más alta necesidad mexicana del momento: la transformación democrática.

O cuando sencillamente se niega a escuchar las mínimas alternativas que ayudarían a impulsar la economía mexicana, mostrándose absolutamente reacio a escuchar cualquier voz distinta de la suya, voces que por cierto son hoy multitudinarias: empresarios, organizaciones sindicales, partidos políticos, organismos civiles y personalidades académicas, etcétera. Grave negativa a escuchar cualquier otra voz, cuando todos los días la realidad refuta su infalibilidad en la materia. Por cierto existe infalibilidad en materia económica y política, o más bien de tales certezas ``irrevocables'' está empedrado el camino del infierno?