MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Allí donde usted sabe
Sé perfectamente que Adela va a llamarme por teléfono. Lo hace cada vez que recibe un anónimo, cosa que ocurre con cierta frecuencia. Si alguien lleva la cuenta de los días que median entre cada uno de esos mensajes somos Herminio y yo: él por sus razones muy particulares y yo porque los escribo. Con ese fin he utilizado toda clase de papeles y letras que recorto de revistas, anuncios, catálogos y hasta de esos volantes que llegan por debajo de la puerta con el mismo sigilo con que aparecen los anónimos en casa de mi hermana Adela.
Ella es once años mayor que yo. Se lo debo todo, hasta que me haya enseñado a escribir bien. Cuando pienso que conviene redactar el anónimo, finjo la letra que hacía en mis primeros ejercicios. ``La eñe lleva un palito arriba; la ene no la necesita, acuérdate'' -me decía Adela cuando tomaba asiento a mi lado para cuidar que hiciera mis tareas.
Aquella fue una época muy rara. Mi mamá tuvo que ir al norte en busca de mi padre y yo me quedé un tiempo bajo el cuidado de mi hermana Adela, además de atender el estanquillo que abrimos en la casa, vigilaba mi asistencia a la escuela y que no me sucediera nada malo; pero me ocurrió: me caí de la bicicleta y el hueso de una pierna se me astilló tan feo que tuve que faltar a la escuela varias semanas.
En aquel momento ignorábamos el paradero de mi madre; así que Adela tuvo que encargarse de mi convalecencia y también de que no me atrasara en los estudios. Logró mi avance con los números, pero tuve que esforzarme mucho más para despertar mi interés por las letras. Lo consiguió explicándome que si aprendía a escribir bien iba a poder mandarles una carta a nuestros padres.
Conservo la primera de aquellas cartas porque mi mamá me la entregó el día de mi boda. Durante muchos años me resistí a ver la hojita rayada por miedo de extrañar demasiado mi infancia: la época en que aún vivían nuestros padres y mi hermana Adela no imaginaba que René iba a dejarla embarazada y sin cumplirle la promesa de matrimonio. Su noviazgo, que duró muchos años, al principio fue muy bonito también para mí.
Los domingos íbamos los tres de paseo. René era muy atento con nosotras y Adela me hacía todos mis gustos a condición de que no me soltara de su mano. Su exceso de cuidado, que ahora comprendo y agradezco, era para mí un fastidio. Adela me explicaba: ``¿No ves que puedes perderte? Ay, ni Dios lo quiera. Sólo de pensarlo siento que me vuelvo loca''.
Lo que Adela temió que me sucediera no me ocurrió a mí sino a su único hijo: hace trece años, cuando acababa de cumplir los seis, Mauricio desapareció pero ella sigue enseñando en todas partes el mismo retratito mientras les pregunta a los desconocidos: ``Es mi hijo. De casualidad ¿lo ha visto?'' En sus caminatas siempre la acompaña Herminio. Me he dado cuenta de que a él los anónimos también le devuelven la felicidad. Saberlo disminuye algo mi culpa.
Cuando yo me casé Adela se quedó a vivir en la casa que heredamos de nuestros padres. Por el rumbo todo el mundo nos conoce y se enteró rapidísimo de que Mauricio había desaparecido. Mientras los vecinos nos ayudaron a repartir volantes y a pegar el retrato amplificado del niño, Adela y yo anduvimos preguntando por él de casa en casa. Antes fuimos a la policía, visitamos hospitales, delegaciones, paraderos, terminales, estaciones de radio. Una noche en que regresábamos de la televisión Adela se desmayó frente a la tienda de Herminio. El llamó a la ambulancia y me acompañó al hospital donde mi hermana estuvo dos semanas.
El día en que la dieron de alta quise llevármela a mi casa, pero Adela se negó a dejar la suya. Estaba esperanzada de que Mauricio tuviera cabeza para volver allí: ``Si vive, regresará. Es muy listo y ya sabe escribir su nombre y su dirección''. Insistí, le hice ver que para mí era terrible dejarla sola en esas condiciones.
Discutíamos cuando llegó Herminio. Lo puse al tanto del problema y se brindó a solucionarlo: ``Si usted me lo permite, yo puedo venir a darle vueltecitas a su hermana. Además, pongo a su disposición mi teléfono para que estén comunicadas''. Adela guardó silencio. Yo pensé en Margarita, la esposa de Herminio: ``¿Qué dirá su señora? A lo mejor se molesta''. El tendero se ofendió: ``Oiga ¿qué clase de persona cree que es ella? Entiende muy bien el sufrimiento de doña Adela. Además sabe que cada uno de nosotros nació con una misión. Por como han sucedido las cosas, entiendo que la mía es cuidar a esta mujercita''.
Los dos miramos a Adela, que siguió callada.
Nunca pensé que Herminio cumpliría su promesa. La formuló hace más de diez años y hasta la fecha sigue recibiendo mis recados, le da sus vueltecitas a Adela y le manda clientes. Cuando Mauricio desapareció mi hermana descuidó por completo el estanquillo. Acabó por cerrarlo. Ahora vive de coser ajeno. Si gana poco se debe a que de repente se le ocurre que podría encontrar al niño -ni siquiera se da cuenta de que Mauricio, si vive, andará por los dieciocho años- y se va a buscarlo sin importarle el trabajo. Herminio sigue acompañándola. ``Hacen buena pareja'', digo cuando los veo juntos. Espero que no lo piense Margarita.
Al volver del hospital Adela estuvo bien unas semanas, pero luego decayó y al fin perdió las fuerzas para todo: dejó de salir en busca de Mauricio. Después ni siquiera iba a la tienda para contestarme el teléfono. ``Que dice su hermana que la dispense, que no puede levantarse; pero no se preocupe: ella le habla'' -me decía Herminio, tan inquieto como yo por la conducta de Adela.
No podíamos seguir así. Quizá fuera el momento de decirle a mi hermana lo que yo muchas veces había pensado: ``Es inútil que sigas esperando. Tal vez a tu hijo se lo llevaron a Estados Unidos o a lo mejor está muerto. Sé que es horrible pero puede ser. Más vale que lo pienses y no que sigas en el infierno de la duda. Es lo que te está matando''.
Cuando me atreví a decirle eso, mi hermana se enfureció: ``¡Estás loca!. Lo único que me mantiene viva es la esperanza''. ``¿Pero de qué? No has recibido ninguna señal, ni una palabra''. Emocionada, riendo y llorando al mismo tiempo, Adela me mostró el anónimo que había recibido. Era un papel sucio donde leía, escrito en letras desiguales, unas línea: ''Su hijo la espera allí donde usted sabe''.
El mensaje que mi hermana había recibido unos minutos antes le devolvió una razón para vivir; en cambio a mí me pareció obra de una menta ociosa y cruel que apuntaba a una infinidad de caminos, todos tan vagos y misteriosos como la última frase. Horrorizada de las posibles consecuencias, traté de hacerle ver a mi hermana el peligro de entusiasmarse tanto.
No lo conseguí. Entonces procuré hacerla razonar: ``Piensa: ¿qué significa eso de allí donde tú sabes? Nada, a no ser que tú hayas llevado a tu hijo a algún sitio especial. Trata de recordarlo''. Adela ni siquiera lo intentó: le urgía reemprender la búsqueda. Acompañada de Herminio, con el retrato de Mauricio en la mano, esa misma tarde inició la caminata y repitió, no sé cuántas veces, la pregunta: ``Es la foto de mi hijo. ¿De casualidad lo ha visto?''
Tal como lo imaginé, muy pronto se desvaneció la esperanza de Adela. Perdió las pocas fuerzas que le quedaban. En su silencio, en su inmovilidad, adiviné su deseo de morir. Se lo reproché. Sin imaginarlo, me iluminó con su respuesta: ``¿Crees que puedo seguir adelante sin tener un indicio, una señal, aunque sea una palabra''. Al oírla decidí escribir el primer anónimo. Lo redacté imitando mi letra infantil. ``La eñe lleva palito arriba; la ene no, acuérdate''.
Desde entonces, cada vez que Adela pierde interés por vivir, le escribo otro mensaje. Apenas lo recibe, me llama. Me cuesta mucho trabajo mostrar asombro ante las líneas que yo misma escribo. Siempre las dos lloramos: ella de emoción y yo de culpa. Mi sentimiento disminuye cuando veo la cara de Herminio: la embellece la dicha de saber que seguirá a mi hermana en su búsqueda.
Los recorridos de Adela y Herminio se han vuelto menos largos. También es menos angustioso el acento con que mi hermana repite la eterna pregunta: ``Es la foto de mi hijo. ¿Lo ha visto?''.