La Jornada Semanal, 26 de mayo de 1996
Cuando Antonin Artaud postulósu estética del teatro de la crueldad, propuso la construcción de un arte dirigido a la "existencia total" del espectador, que conmoviera a la vez su mente y sus sentidos y que lo hiciera salir de su representación moral y emocionalmente trastornado o, cuando menos, nunca intacto. Según Artaud, el teatro debía encarnar una terapéutica homeopática de la conciencia para nombrar y diseccionar las sombras de la caverna platónica que la percepción humana toma por existentes, resuelta en un espacio cuya tarea fuera hacer de las concepciones mentales y emotivas acontecimientos del todo materiales, "acciones verdaderas" que trascendieran la bajeza moral del arte o su mentira pertinaz, y revelaran las oscuras fases del espíritu mediante proyecciones reales donde toda forma de mediación entre lo representado y su representación quedara eliminada: "ningún tipo de imaginería me satisface escribió alguna vez Artaud si no va acompañada de conocimiento." Y para Artaud el conocimiento, arte del paroxismo, proviene de la "crueldad" de la obra de arte, cuya finalidad no es moral sino cognoscitiva, y que se hace verdadero en la medida de su violencia arquetípica y directa. "Lejos de asociarse a un fácil irracionalismo que polariza razón y sentimiento escribió Susan Sontag, Artaud imagina el teatro como el lugar donde el cuerpo puede renacer como pensamiento y el pensamiento como cuerpo."
Cuarteto, el poema dramático de Heiner Müller, es la materialización de esta estética de la violencia emotiva que ha sido uno de los contenidos vitales de la sensibilidad artística moderna. Pero a diferencia de Baudelaire, por ejemplo, quien según Walter Benjamin introdujo "la experiencia del shock" en el centro de su arte poética para conseguir una mera eficacia expresiva y estética hasta entonces aún no obtenida en la literatura, o del propio Artaud, que teorizó la violencia como una pedagogía indispensable a la sensibilidad pero que nunca pudo alcanzarla en su propia y malograda práctica teatral, Müller parece ir más allá de cualquiera de ellos y obtener, en el espacio somático de la representación, una estética desgarradora donde se alcanzan los límites de la conciencia humana y los términos de su destrucción.
Artaud quería un teatro sin mediaciones, donde el texto dramático solamente fuera uno más de los elementos que compusieran la totalidad escénica, pero no el principal. Heredero de Nietzsche, lamentaba igual que éste la irrupción del diálogo socrático razonante, de la razón discursiva en el teatro ateniense, y buscaba el regreso a las fuentes del verbo hecho carne y de la carne hecha verbo, reunidas en un cuerpo poliédrico y total. Pero esta operación, sólo enunciada por el espíritu moderno, es resuelta por Müller paradójicamente desde ese elemento verbal que otros antes que él procuraron, sin conseguirlo, atenuar o trascender. La única acotación que Heiner Müller ofrece en Cuarteto es lo suficientemente lacónica para impulsar, desde lo no dicho, la eliminación del azar, y cumplir la intención artaudiana de reconstruir, "por completo", el teatro y su escenificación: "Época: Un salón antes de la revolución francesa/ Un bunker después de la tercera guerra mundial." Qué implica un horizonte histórico tan dilatado y a la vez tan impreciso? Cuál es su sentido conceptual y su intención artística, su problemática teatral?
Müller no cree, como los antiguos, que el tiempo sea un acompañante del movimiento, porque no cree en el movimiento, es decir, en la transformación de la conciencia humana. La historia de la modernidad, parece decir Müller, es una conciencia desencantada que viene de siglos atrás, cuando la racionalidad ilustrada se instauró como una interpretación ideal y excluyente: no hay tiempo porque el desasosiego moderno no es de hoy, aunque ahora esté concentrado y parezca una plaga recién surgida que adquiere magnitudes crecientes e irreversibles, y aunque la memoria y el recuerdo se empeñen en creer que apareció apenas entre nosotros, que es el producto de última hora de una situación terminal. Esa hora lleva siglos de sonar en el desamparo de nuestra condición, y Müller establece para ella un horizonte que la cronología disfraza al generar la ilusión de su transcurso. No, el horizonte está inmóvil.
Cómo interpretar el presente enfatizado que alienta en Cuarteto, donde el tiempo se concentra en el gesto, casi eterno? Cómo entender la indiferencia del objeto del placer, manifiesto no sólo síquicamente sino somáticamente? Bestialización, desesperanza, inhumanización? Crítica al racionalismo, a la virtud, a la moral, Müller se trasvasa en Laclos, el autor que glosa para elaborar esta obra, y expone la esclavitud de los cuerpos que se niegan al dictado de la razón. Crítica del poder aristocrático todo poder lo es, y de la sensualización antes de la catástrofe: las vísperas de la revolución igualitaria, liberadora y fraterna cuya verdadera naturaleza proviene de su parodia, de su deconstrucción.
Juego de reemplazos y sustituciones, del hombre y la mujer que todos llevamos dentro, para encarnar al otro que nos ve, cumpliendo la sentencia profunda: no hay Sí Mismo sin Otro, Cuarteto es la condena de amar sin ser Dios, la burla del amor, el discurso de una razón desdeñosa que divide al cuerpo, lo esclaviza y, sin embargo, sólo existe en él. Cuarteto es la putrefacción del deseo, la muestra de su condición imaginaria y por ello irrealizable, un poema descarnado donde el tiempo y el espacio se disuelven en una economía emocional del fracaso como antología, como perversa devoción.Para terminar estas notas apresuradas, sólo caben algunos juicios de valor y una hipótesis pertinente. Los primeros son admirativos: esta obra que literalmente quita el aliento se debe a la genialidad de Ludwik Margules y sus dos actores, Laura Almela y Álvaro Guerrero: un trío que alcanza el hecho estético completo, o sea, la perfección. Desde luego a Heiner Müller, que obtiene el logro paracélsico: "No sea otro quien puede ser sí mismo", y pone en boca de la marquesa sobreviviente el parlamento de su propia infelicidad: "¡Cáncer, mi amante!", pero también a su traductor al español, Juan Villoro, que hace de la voluntad formal un instrumento discursivo memorable, poderoso, desgarrador. La hipótesis es arbitraria y por ello posible: Artaud, el chamán de trapo, equivocó las fechas de su viaje a México. De ser ahora y no hace sesenta años habría visto en un pequeño foro de la Roma su teatro rerepresentado: el teatro total.
La Jornada Semanal, 26 de mayo de 1996
Cuando el protagonista masculino de Cuarteto, de Heiner Müller, es envenenado por su antagonista femenina, la muerte no consigue abolir la teatralidad en la que están atrapados los dos personajes en su lucha desesperada por alcanzar un instante de "verdad", pero sin renunciar al dominio sobre el otro. La destrucción de Valmont es para Madame de Merteuil una victoria de Pirro que la condena a una soledad autista: "Por fin solos, cáncer, mi amante."
Si la continua inversión de roles y los abruptos cambios de registro dramático de la obra comportan un enorme desafío para los actores, su impacto sobre el espectador depende de la contundencia con que se lleva a cabo la fusión de violencia corporal y violencia verbal, del discurso como arma y del cuerpo como blanco. Esta necesaria "con-fusión" de planteamiento escénico y texto nos sitúa en el centro del problema: el del deseo y la posesión-destrucción del otro como condición para la existencia del sujeto-actor. Y aun así, Cuarteto no es precisamente una historia de amor.
Se trataría entonces no de abordar el problema sin interpretar los significados del texto, sino describiendo las relaciones corporales contenidas en el mismo y encarnadas sobre el escenario. Es decir, la palabra como evento y el cuerpo como lenguaje, a lo largo de esa lábil frontera entre lo metafórico y lo literal.
Encerrados en un bunker tras una guerra atómica, los "héroes" de esta tragicomedia nos sirven, bajo forma de involuntario teatro en el teatro, los restos de su banquete erótico-existencial, con toda su carga de desencanto y decadencia física, de celos y provocaciones. Pero la otra cara de la exasperación de este vínculo de complicidad visceral es la sistemática seducción del otro. Un impulso incontrolable, que pone en marcha la máquina del deseo en su vertiente sadiana, confiriendo a la pasión un carácter político.
En efecto, este duelo sin resquicios convierte a las vicisitudes del cuerpo en protagonista de un evento que está más acá o más allá de la historia, ya que si el cuerpo tiene su historia, no "hace" la historia sino como instrumento o residuo. La historia es narración, versión degradada del mito. Es decir, ausencia del evento: interpretación. La dramaturgia de Müller se ubica en una zona fronteriza entre esos dos ámbitos, señalando que el drama no se lleva a cabo sobre el escenario sino en ese territorio imprecisable entre el escenario y la platea.
Si para Müller las ideas son los materiales y no los contenidos de la obra, la ausencia de conceptos y estructuras a la hora de escribir explica en parte el carácter eminentemente físico de sus textos, el vértigo casi coreográfico del cortocircuito de ideas, la "cuidada" exaltación de sus parrafadas y diatribas, dictadas por un impulso sanguíneo que descoyunta la lógica lineal del discurso y, por ende, de la conciencia histórica.
Pero es tan peligroso citar a Müller fuera de contexto como interpretar sus textos en clave autobiográfica, confundir sus ideas dramáticas con sus posturas ideológicas, o los conflictos teatrales con sus respuestas a una contingencia histórica.
No es ésta la sede para confrontar la ambivalencia de las posturas políticas de Müller (incluyendo su decisión de permanecer en la RDA y su colaboracionismo con los órganos de seguridad del estado) y la ferocidad de su dramaturgia, aunque quién sabe qué sorpresas nos depararía incorporar a su obra al personaje que encarnaba el propio Müller: el poeta como payaso. Algo que, desde hace algunas décadas, parece ser el papel al que está condenado todo intelectual "orgánico". Pasolini advirtió esta desgracia y hasta le dedicó un poema: "Sobre un nuevo tipo de bufón".
"El cuerpo del autor" (o del psicoanalista, del dirigente político, etcétera) podría ser el título para un ensayo que echaría luz sobre muchos aspectos oscuros de nuestra cultura "mental y letrada", en aparente oposición a lo físico y oral. Este enfoque nos restituye a la problemática escénica, entendida como evento sustentado en la presencia de actores y espectadores, donde la palabra es ante todo un gesto. El que sugieren los textos de Müller es la asfixia: histórica, política, cultural y, naturalmente, física.
En el caso de Cuarteto, el encierro es literal y, asimismo, inextricable de la dinámica del texto. Se trata de dos animales enjaulados, y tanto sus cuerpos como sus discursos remiten continuamente a un tránsito laberíntico, en el que se rehúye y se anhela la aparición del Minotauro, de la bestia, que es el otro pero también ese otro que nos habita. Un juego mortal y sin salida, ya que el centro del laberinto ha sido abolido. El continuo intercambio de roles (masculino-femenino) no hace sino acentuar deliberadamente esa "otredad" (y empatía) entre los personajes, cuya alienación coincide con la recíproca usurpación de las identidades.
La obra podría leerse asimismo como un experimento de laboratorio sobre las reacciones comportamentales en una situación extrema. Y aunque el diálogo no haga mención al desastre atómico que ha recluido a los personajes en un bunker, la presencia de la historia es tan incumbente como el tentativo de contrastar su impacto.
La naturaleza del lenguaje mülleriano es el termómetro de esta incumbencia: síntesis poética dictada por la ruptura de los modelos comunicativos, por la aceleración y fragmentariedad de los procesos de una realidad escénica que dialoga con la historia, la padece y la contesta. Sin renunciar a un profundo lirismo, la evolución de Müller va del diálogo al monólogo y de éste a la imposibilidad de todo diálogo, al lenguaje hecho jirones.
Estos cambios corresponden a las diferentes fases del conflicto entre las fuerzas de la historia y la subjetividad individual, donde la noción de destino es suplantada por la escenificación de la maquinaria que arrastra voluntades y designios. No hay psicología ni ideología, sino una especie de diagnóstico, que coincide con las formas de aniquilación del paciente. Una reactualización de este evento original, que nos arroja a una dimensión carente de asideros interpretativos o de un espacio-tiempo que pueda ponernos a salvo de las mandíbulas de la historia.
En este sentido, el teatro de Müller expresa la rebelión del cuerpo contra las ideas. O mejor dicho, el impacto de las ideas sobre los cuerpos. Mientras haya historia, dice, habrá víctimas. Por eso su propuesta no consiste en reconstruir(el teatro de) la historia para hacer (brechtianamente) su crítica, sino en dar cuerpo/voz a las víctimas, lo cual lleva a plantear el problema del poder desde una perspectiva utópica.
Su "poética del asesinato" deja al descubierto el engranaje de la historia, donde la espectacularidad y el delirio del poder constituido han dado lugar a un desfase entre la representación de ese poder y su verdadero ejercicio. No la política entonces, sino sus consecuencias sobre el cuerpo del sujeto que, al haber internalizado los mecanismos de dicho poder, queda reducido a trágica cartilla de tornasol de la historia.
El lenguaje de Müller busca diseccionar los procesos históricos a través de su producto más difundido: el cadáver. No es casual que los baños de sangre pueblen sus obras como margaritas en los campos, al igual que en su modelo (Shakespeare) y, claro está, en nuestra época. No sorprende entonces que el miedo y el conflicto fuesen las fuentes de inspiración de Müller: es en las situaciones extremas donde el yo siente vacilar su identidad ligada al cuerpo que nace esa forma de desnudez e impotencia capaz de provocar la transfiguración de las relaciones humanas en una dimensión emotiva oral.
A la pregunta de si con sus obras se proponía sembrar el terror, Müller respondió que "son los directores quienes hacen eso [...] ilustran lo que ya está en el texto, en vez de usarlo como material asociativo, como una especie de supernova, que [les] inspire [...] nuevas ideas".
El componente revulsivo de gran parte de sus obras demanda la creación de situaciones escénicas cuyo impacto amplifique y desdoble los posibles sentidos del texto. Es decir, una actitud en las antípodas del didactismo ilustrativo.Parafraseando a Müller a propósito de Brecht: es traición usar a Müller sin criticarlo.
Su deseo utópico de escribir una obra titulada "Guerra sin batalla" se llevó finalmente a cabo: durante la caída del muro de Berlín. No por eso dejó de lanzar sus corrosivas vociferaciones, aunque su pluma se hubiese visto superada por los eventos.
"Sonaba a alivio: se acabaron los pensamientos, eso era la batalla. Adaptarse a los movimientos del enemigo. Esquivarlos. Anticiparse a ellos. Replicar. Adaptarse y no adaptarse [...] recomponiéndose siempre a partir de sus propias ruinas en reconstrucción duradera [...] porque le daba miedo la victoria, que sólo podía alcanzar aniquilando por completo a la bestia que le sostenía y fuera de la cual quizá ya le estaba esperando la nada..." (Hércules 2 o la Hidra, 1972).