"...y entonces ninguna pregunta, grave o no, se plantea ya al corazón o al espíritu, fuera de las que algún niño puede hacer cuando simple y sencillamente se le lleva al espectáculo de maravilla''. (Michel Leiris: ``Fox Movietone Follies of 1929", en Huellas, Fondo de Cultura Económica, 1988).Imagina que el reloj de la sala, una joya de madera negra, está por dentro de cabeza (las manecillas y la carátula de bronce), aunque la caja permanece derecha. Camina a través de un fino velo de lluvia de ciudad, esa lluvia espejeante y un poco sucia. Se dirige al parque más grande, el bosque de todos, brinca charcos y en un teatro diminuto, primitivo, mira las películas de Charlie Chaplin, una cada noche, con sorpresa creciente. En el mundo que llaman actual, de tecnicolor y tecnología de cocina, Chaplin queda para rúbrica de noticiarios culturales o intervalo entre los anuncios y las caricaturas japonesas. Quién hubiera pensado que aún cabían tantas sugerencias vivientes en el silencio blanco y negro de una época ridícula y sobreactuada (casi tanto como la nuestra)?Tiene 14 años en 1929. Pertenece a la primera juventud que nació con la luz eléctrica y creció viendo hacerse posible el vuelo del avión. En un de pronto recuerda la escuela secundaria, salvaje, y ve los tintes de la persecución religiosa: un grupo de mujeres, con rebozo y rosarios colgando, y escapularios, atiende una misa a escondidas que dice un cura sin sotana, el cuello en desorden y sin más altar que sus propias manos, en un claro del bosque, a las faldas del Castillo. Es de noche. Llovizna. Se aleja hasta el Paseo de la Reforma y toma un pesero que lo saca al Kilómetro 13 (``el Trece'') del camino a Toluca en las afueras, entonces, de la ciudad. Inexplicablemente, es de día.
1967. Tiene 14 años. A orillas de la carretera pide aventón hasta La Escondida, más allá de La Marquesa. Baja en su destino, sin agradecerle al del tráiler, cual si viajara de mosca, y se interna en un clima húmedo, adecuado para duendes y brujas, que se abre hacia la gran grieta verde poblada de helechos, fungosidades, plantas medicinales y líquenes que no sabe identificar. Ni sabe que lo sabrá algún día, cuando siga dando la espalda a la ciudad y volviendo a salir porque está en ella, la trae consigo a donde vaya. Y ese río que años después devendrá fraccionamiento, qué sabe del futuro?Entonces aparece el hombrecillo con sombrero de hongo, un bastón y una flor en la solapa. Recoge flores, tropieza continuamente con las piedras y se atuza el bigote cada treinta segundos. Suena el paso del río La Escondida, aguas verdes de tan claras.
Se le aproxima. Quién más extrovertido y sociable que Charlie Chaplin? Enmedio de tanto verde, pino y musgo, resulta raro un hombre blanco y negro, de piel uniforme y gris, como una fotografía que caminara. Es una presencia silente. Se detiene, saca del interior de su saco negro un calendario de hoja diaria, esos que traen al reverso santos, chistes, adivinanzas, albures y efemérides. Con el índice subraya el año y hace solemne pantomima de entrega. "1996" dice la tapa.
Charlot en blanco y negro se despide cortésmente, levanta la punta de su hongo, caravanea y se va ágil pero temblequeante, como haciéndose el payaso y se pierde en la espesura.
Con tal fantasma simpático puesto atrás de su sombra, baja a la ciudad y ya es fin de siglo. Tiene 14 años. Si sueña un futuro, o un pasado, no hay manera de saberlo. El Trece hoy es paso a desnivel, y la secundaria una enseñanza brillante y salvaje.
Es su primer descenso. O segundo, de quién sabe cuántos más, a la ciudad donde nace siempre. En algún basurero quedaron enterrados sus cordones umbilicales sucesivos, entre desechos orgánicos e inorgánicos, sin distinción.
Participa en la comedia del eterno presente, respira la andanza equilibrista del misfit sin ambiciones, bufón que se mofa de los sentimentales a quienes hace llorar de risa, lágrimas dobles, correteado por gendarmes de garrote en alto, mientras protege a alguien más en desventaja. Una figura elemental que se traslada en metro, come galletas igual que cualquiera y avanza tendido, sin saberlo, al año 2000, donde todos tendrán mayor o menor edad, pero nadie 14 años. La aritmética no lo permitiría.
Camina las calzadas de adoquín, entre animales en sus jaulas y paleteros, algodoneros, merengueros. Llega al muelle solito y sus lanchas, sin más pensamiento que las cosas que ve: el cisne ocioso y blanco que alguna vez vio pasar allí mismo Ramón López Velarde y no le dijo a nadie. Pero eso fue mucho antes, cuando todavía andaban en el aire balas carrancistas, villistas y zapatistas, y no cristeras todavía.
``Como ahora, igual'', añade socarronamente quien ya sintió todo pero no ha entendido nada, como corresponde a los 14 en escala humana.
El cisne blanco y negro le permite ver una estela de dos puntas, borrada de inmediato. En su memoria, el reloj puesto de cabeza circunda la edad, se tira al agua y nada, mientras Charlot, desde la otra orilla del lago, se cuelga el bastón del brazo y aplaude, en tal silencio que se oye por todo el bosque; hasta las fieras del zoológico escapan de su eterna siesta y braman, cada una a su manera. Es una belleza escuchar junta toda esa confusión pasajera. Siempre es pasajera.