La distancia entre ciencia y cultura es un fenómeno curioso e interesante, que se advierte a varios niveles. Cuando se piensa por ejemplo, en lo que la sociedad conoce como <169>intelectuales<170>, en México y en muchos otros países éstos se identifican inmediatamente con escritores, las más de las veces ni siquiera filósofos, sino habitualmente del género literario o político o periodístico. Artistas y pintores también se ven como parte de este grupo pero, muy rara vez, por no decir nunca, se incluye en esta etiqueta a los científicos. Y ciertamente si hay un quehacer que merezca el calificativo de intelectual, es precisamente el del científico. La ciencia es, casi por definición, el ejercicio intelectual más abstracto, más puro.
Existe un desconocimiento casi absoluto de lo que es y lo que aporta la ciencia tanto a la vida cotidiana como al acervo del conocimiento, es decir, a la cultura. Sorprendentemente, esto no ocurre sólo a nivel de los periódicos o de la clase media (ojalá), entre los medios cultos, académicos, universitarios. Aquí estamos de nuevo ante una situación paradójica en relación con el conocimiento de los resultados de la ciencia. Por ejemplo, se exige que un individuo culto conozca quién es Cervantes, Shakespeare o Goethe, y esté al tanto si no de la obra, por lo menos de la existencia de Baudelaire, Proust o Tolstoi. Naturalmente, los cultos saben de los grandes pintores renacentistas y de los muralistas mexicanos. En cambio, se acepta, como la cosa más natural del mundo, que su conocimiento de la ciencia se limite a haber oído hablar no conocer la obra de Einstein, Curie, Newton y Pasteur, y ya con algunas dudas, de Cajal y Copérnico para no hablar de Max Planck o Niels Bohr; de la ciencia actual, mucho menos, y de la mexicana ni hablar. Los premios Nobel de Literatura son esperados con impaciencia y aparecen largos artículos en los diarios sobre su personalidad, vida y obra; y después son leídos o releídos con renovado interés. Los de Física, Química y Medicina, en cambio, no merecen siquiera que su fotografía aparezca en la prensa al día siguiente de su premiación. Y sin embargo, el trabajo de esos individuos, el de sus predecesores y el de quienes los seguirán, es el que cambia nuestro mundo (para bien o para mal, eso es otra cosa). Los avances espectaculares en salud, como el descubrimiento de los factores que dan el tipo sanguíneo que hoy permite transfusiones en forma rutinaria, el de los antibióticos, el control de los estados depresivos, la comunicación a través de satélites, el desarrollo tecnológico del cómputo, tienen todos su base en el quehacer científico.
Esta disociación ciencia-cultura se detecta aun en niveles más precoces. En la escuela primaria se aprenden con acuciosidad y no se olvidan los nombres de montañas y ríos, de emperadores romanos, de las batallas de Napoleón. Se aprenden también, pero se olvidan inmediatamente, los principios de la termodinámica que rigen absolutamente todas nuestras actividades, incluyendo la mental, los mecanismos de división celular o los procesos de fotosíntesis, gracias a los cuales todos estamos vivos. La causa de esta desproporción es que mientras la cultura en la que crecemos refuerza continuamente y amplía los conocimientos adquiridos en historia, literatura, arte, por alguna razón no vuelve a acordarse de la ciencia: biología, física, matemáticas.
¿Cuál es la causa de esta paradoja? Podría pensarse que la ciencia es complicada, difícil de entender. Sinceramente no lo creo. Me parece mucho más complicado entender el valor estético de la obra de algunos pintores contemporáneos, que la comunicación entre las neuronas. La ciencia es complicada de hacer, de descubrir porque la naturaleza guarda tercamente sus secretos y para arrancárselos se necesita no sólo la imaginación del investigador sino de un amplio basamento de ideas y descubrimientos previos. Pero una vez consolidado un segmento del conocimiento, la explicación y divulgación de los hechos científicos no es complicada; no lo es para quien domina el tema, para quien tiene la claridad del pensamiento que requiere la actividad científica sobresaliente. Estoy hablando de científicos sólidos, brillantes. Muchas veces se identifica a los científicos con la imagen estereotipada del sabio decimonónico, un individuo perdido en sus meditaciones, demasiado profundas para los mortales comunes, que habla con un lenguaje indescifrable, sólo para iniciados. No sé si los sabios fueron alguna vez así. Los científicos modernos, los que yo conozco, no lo son. Para empezar son jóvenes. A los 40 años, un biólogo molecular candidato con oportunidades al Premio Nobel de Medicina o un joven de 32, ganador del de Física, suelen ser individuos delgados, atléticos (porque dedican una parte de su tiempo -pequeña- pero con férrea disciplina, a alguna forma de ejercicio físico), son cosmopolitas, viajan muchísimo para intercambiar los últimos descubrimientos con sus colegas; son -casi sin excepción y por necesidad- grandes expertos en computación pero, además, son generalmente excelentes cocineros, se visten con una estudiadísima elegancia informal y tienen una vida sexual y emocional que envidiarían los actores de cine. Esos individuos tienen, les aseguro, la capacidad de explicar en forma de excelentes extractos, el estado de su campo de investigación. Deberían ser, entonces, invitados a participar como figuras estelares en programas de televisión, en los suplementos culturales de los periódicos y en las revistas de crítica y ensayo, hasta que la sociedad entendiera cómo es y cómo cambia su vida la ciencia. Esto es más importante de lo que parece, ya que parte de la actitud de los gobiernos de muchos países de no considerar importante a la ciencia y, por lo tanto, de no apoyar su desarrollo, ocasiona que la sociedad misma la desconoce, por esta inexplicable marginación. No hay suficientes comunicadores de la ciencia que sensibilicen a la sociedad; no hay, en fin, la cultura de considerar a la ciencia como cultura.
Cuando la ciencia se integre a la cultura, ésta extenderá sus horizontes en forma hasta ahora insospechados, enriquecerá su acervo.
Con la misma pasión con que ahora la sociedad disfruta la música, la pintura o la literatura, disfrutará el escudriñar los misterios del universo, las entrañas del átomo, la fascinación de los virus, o la esencia de la actividad mental.