La fase legislativa de la reforma electoral, primera parte de una que se pretende sea del Estado, entrará a la negociación camaral en horas y condiciones en las que la economía arroja dudas e incógnitas y el presupuesto público acusa álgidas y múltiples presiones (banca, campo, maestros). A pesar de ello, los partidos y sus huestes de diputados y senadores deberán aceptar la crucial responsabilidad para darle una formulación y contenido a la altura de las necesidades de una nación sitiada.
La saga impuesta a la sociedad por el manejo equivocado de los agregados macrofinancieros (tipo de cambio, ahorro, cuenta corriente, crédito externo e interno) y de muchos detalles productivos de gran repercusión en el aparato productivo (encadenamiento industrial, oligopolios, consumo), han dejado una herencia de oquedades y torceduras a la que se le ha llamado Crisis del 95. En ella, los agentes creadores de riqueza se debaten por su mera continuidad; las familias han perdido partes completas de un bienestar logrado con esfuerzo, a veces con penurias, y se adentran en la inseguridad que les plantea un futuro de oportunidades cerradas; los moduladores del ánimo colectivo (medios, academia, Iglesias, sindicatos), en el mejor de los casos, a duras penas capean la intemperie de argumentos convincentes y atractivos, y algunos otros se llenan de rabia e impotencia para desquitarla en las calles, los tribunales y los canales de difusión; y los guías (políticos, empresariales, culturales), con la sequedad y simpleza de sus capacidades operativas, patinan en un nebuloso y hasta contradictorio discurso que con dificultad atrae creyentes o seguidores. Abrumados por este cuadro, con poco aliento y arrestos titubeantes, el país habrá de entrarle a la reforma pendiente y hacerse cargo de un juego derivado que tiene reglas inéditas.
Todo parece indicar que los imperativos de hacer una transformación de la ley que rija los procesos electorales sin sobresaltos y controversias ya no dependen del momento por el que atraviesa la economía. Debe irse hasta el fondo porque la transición democrática tiene su propia inercia y ya no puede contrariarse. Se agotaron los atajos, se llegó al borde de las incompetencias, los costos están a la vista y son gigantescos, pagarlos de nueva cuenta es tonto, más aún, suicida. Los escenarios factibles para estabilizar y poner a tono la fábrica nacional no admiten ya los resquicios mapachescos y las ventajas extralegales para el PRI. Tampoco pueden dejarse los amplios márgenes de manipuleo para que los grupos de presión y las camarillas puedan determinar, a su gusto, el resultado de las urnas; menos aún cargar con las sospechas e inconformidades que impidan reconocer el mandato ciudadano. Se llegó al final del camino. Ahora queda la paletada final para responder al reclamo colectivo de tantos años, demandas y penas.
Los partidos políticos reunidos en la mesa de Barcelona (Secretaría de Gobernación) hicieron su tarea. Los acuerdos son una base firme para, sobre ellos, edificar la reproducción abierta y legítima del poder. Manosear dichos acuerdos traería consecuencias difíciles de prever y sólo retardaría unas semanas los trabajos sin que se pudiera, al fin y al cabo, alterar la dirección y exigencia de los cambios esperados. La inclusión del PAN es requerida para los consensos, no puede ser el ancla que entorpezca o reinicie el proceso. Las actitudes partidistas se aclaran y definen así. Se tiene a un PRD que empuja el remozamiento general, confiado en que las nuevas reglas, si son parejas, le harán mejorar su desempeño y meterse en serio a la pelea. El PRI no puede intentar darle, otra vez, una ``mano de gato'' a la negociación para aparentar un espíritu aperturista, que sin embargo deja los callejones y las armas a su alcance para ``asegurar'' un triunfo que implique o requiera la forma ``legalona'' de operar. El PRI del 96, y la XVII Asamblea, debe confiar en sus capacidades y la sólida base de simpatías (un 25 por ciento en el peor de los casos) que lo hace el primer aspirante al tomar la salida. Y el PAN puede decidirse a no ser ya una comparsa de las reformas inconclusas. Entender que no tiene asegurado el voto inconforme, tampoco está amarrado a su mano el ascenso inevitable si permanecen las actuales circunstancias (revisar lo sucedido en lo que va del 96) y dejarse de tácticas dilatorias e indefiniciones conceptuales (centro) para encontrarse con un electorado que requiere de sus propuestas y compromisos.
Mientras la economía se dirija o no a una pronta recuperación, como anuncia a cada paso el presidente Zedillo, o sufra todavía las recaídas y tardanzas que muchísimos signos vitales le auguran, se acompasará con un producto político como la reforma entrevista, y su efecto inmediato habrá de influir en el áspero y denso ámbito público que la crisis (que es del sistema imperante) generó. Le dará al ambiente descrito los asideros adicionales, le removerá obstáculos pero concitará las confusiones de una no usual, ni experimentada, forma de funcionar. Aquella que se anda buscando sin haberla encontrado, pero para la que ya se pagaron varios y carísimos boletos de entrada.