El conflicto que enfrenta el abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, con la jerarquía eclesiástica, tiene dos vertientes claramente diferenciadas: por un lado, el escepticismo del funcionario religioso ante la existencia histórica de Juan Diego y los milagros guadalupanos, es una cuestión de fe, un tema teológico que, si bien toca un núcleo especialmente sensible del culto mayoritario en el país, debe ser resuelto por las instancias católicas correspondientes, en México y en Roma.
El otro aspecto del problema es mucho más terrenal: se refiere al desempeño del religioso como administrador del templo católico más importante del país.
Es razonable suponer que en ambos terrenos esté dirimiéndose, además, una pugna por posiciones de poder dentro de la estructura de la Iglesia católica, pero el proverbial hermetismo en el que se resuelven estas pugnas hace por demás improbable que la opinión pública llegue a enterarse de la composición de los bandos, sus posturas, propósitos y motivaciones.
Al margen de los asuntos internos de la Iglesia, la disputa por la Basílica, y especialmente las acusaciones del sacerdote Antonio Roqueñí Ornelas sobre presuntos malos manejos por parte de Schulenburg, debiera dar pie a un ejercicio de transparencia contable y financiera jamás realizado hasta ahora de la Iglesia católica.
Es evidente que la Basílica de Guadalupe, al igual que el resto de los templos, católicos y de otras religiones, no pueden ser sino propiedad de la nación. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la administración de otros bienes nacionales, los sitios religiosos son administrados sin que las cuentas respectivas sean públicamente conocidas.
El nuevo estatuto nacional de las iglesias, formulado durante el gobierno anterior, dejó lagunas legales y ambigedades en estos puntos. Ello no debe ser obstáculo, sin embargo, para que se avance en la transparencia administrativa por parte de todos los credos.
Ello no implicaría de ningún modo una actitud escéptica hacia las religiones y sus ministros, sino que sería una mera consecuencia lógica de la evolución social que ha vivido el país y que ha generado actitudes cívicas y participativas a las cuales el ámbito religioso no puede permanecer ajeno.