Rodolfo F. Peña
El despido de Garay

Hace ocho días, varios centenares de granaderos cargaron brutalmente contra una multitud de trabajadores del magisterio, y se desarrolló una trifulca de la que resultaron 63 heridos, entre ellos tres policías. En la colonia Roma y calles aledañas, todo era angustioso desquiciamiento del tránsito, omnipresencia agresiva del contingente de granaderos, enfundados en oscuras botas, pantalones y chalecos de protección, con sus cascos, escudos y macanas, y portando también, muy probablemente, granadas de gas, en contraste con el pánico de la gente, los rostros ensangrentados, los cuerpos molidos... Parecían las huestes del maestro Othón Salazar a mediados de 1960, aunque con un toque de thriller moderno al estilo de Riverside.Se habían reunido en el zócalo; se dirigieron luego al Senado y se apostaron durante varias horas en mitin frente a Gobernación. Después enfilaron hacia Chapultepec, con el propósito de llegar a Los Pinos. En ese intento, se dio la arremetida policiaca. Las autoridades metropolitanas dijeron que el desventajoso enfrentamiento se había debido a la infiltración, entre los manifestantes, de un grupo de provocadores profesionales no identificados, y que la policía sólo había querido garantizar el derecho de manifestación y desviar la circulación de los automóviles.Esa explicación no era muy creíble para quienes presenciamos los hechos, así fuera fragmentaria y fortuitamente, como en mi caso. Pero si oficialmente se sostuvo la tesis de la intervención de provocadores que agredieron a la policía, oficialmente tuvo que investigarse porque los policías, a pesar de su apariencia terrorífica (sobre todo cuando se juntan), presumiblemente son seres humanos y no merecen agresiones gratuitas, y también, principalmente, porque los mexicanos obligados a manifestarse en las calles bajo el puriente sol y en cuerpecito, como dicen en mi tierra, no merecen ser tundidos por la policía sólo porque se les confunde con provocadores no identificados, como los platillos voladores.

En vez de la investigación o de sus resultados, lo que tuvimos cinco días después de la zacapela o represión fue el cese fulminante de David Garay Maldonado, secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal. Muy bien, y todos contentos. Pero a ver: el supuesto ha de ser que este funcionario decidió, inconsultamente y sin instrucciones previas, optar por el uso de la fuerza, que según se dice es la última palabra de la política. Esto es dudoso, dicho sea con el mayor respeto, porque implicaría que las funciones de los cargos son enteramente autónomas, incluidas las que tienen efectos sociopolíticos, o porque tendría que pensarse en la existencia, ahora mismo, de varios grupos antagónicos dentro del gobierno, cosa que nadie ha probado hasta el momento, excepto la evidencia.

Por lo demás, en el comunicado presidencial se afirma que ``un grupo de los participantes en la citada marcha fue el que primero incurrió en actos de violencia al agredir a algunos policías...'', con lo que se esfuma la atropellada tesis de los provocadores. En la conocida lógica de los policías, en su formación admirable, está responder a las agresiones, en primerísima instancia, con la violencia y no con llamados al orden y al diálogo. Así son los muchachos y así actúan, a menos que quien comanda la rutinaria operación que los reúne los obligue, con bizarría convincente, a contener sus ansias contestatarias. Y quién iba al frente de los policías que el jueves pasado golpearon a los maestros, a los transeúntes y hasta a una reportera? Pues iba un señor llamado Rafael Avilés, sobre quien recae, en consecuencia, la responsabilidad por la represión y por hacer incompatible el derecho de libre expresión con el mantenimiento del orden público. Desde luego, Garay debía responder por actos de subordinados suyos como Avilés. Pero éste debió haber sido también llamado a cuentas, quizá de manera más severa. En vez de ello, con criterios burocrático-escalafonarios, se le nombra sustituto temporal de su superior, cargo para el que no era moralmente apto ni por un minuto. Mientras se designa a otro, la moraleja es la siguiente: en el interín, cuidado con las manifestaciones, o exijamos que el interín se reduzca razonablemente.

Conocí y traté profesionalmente a David Garay Maldonado. Admito que teníamos buena relación personal, y no suelo negar estas cosas, o disimularlas, aunque parezcan poco productivas (hay un sentido de la productividad que me tiene sin cuidado). Es un abogado de Harvard de aspecto grave, muy grave, que, sin embargo, no se divorcia del buen humor. Yo estaba en desacuerdo con él respecto de programas como el RIMA, y así se lo dije y lo consigné en mi espacio periodístico. Lo veía y lo sentía realmente preocupado por la seguridad pública, si bien no todos sus métodos para lograrla me parecían compartibles. Pero él razonaba inteligentemente, con abundancia de información, y aceptaba conmigo que el aparato policiaco, cualquiera, no serviría para maldita la cosa ante la magnitud creciente de los problemas socioeconómicos y culturales. Ahora que ya no está, me pregunto qué se ha resuelto realmente con su separación y, otra vez, cómo van a abordarse, y con qué criterios legales y políticos, los problemas de seguridad pública de la ciudad más grade del mundo, y si se han abandonado en definitiva las ideas de que para combatir el crimen hay que violar los derechos humanos, disminuir la edad penal y volverse criminales con el establecimiento de la pena de muerte.