Olga Harmony
En el nombre de Dios

Dos montajes que se presentaron al mismo tiempo en sendas salas teatrales de la ciudad de México mostraron dos de las muchas caras que el cristianismo ha asumido a través de los tiempos. El teatro Sunil de Suiza regresó con 1337, el segundo espectáculo de Daniele Finzi Pasca que conocemos. En el primero --y para mi gusto el más conmovedor--, Icaro, Finzi escogió en una función como compañera fortuita, de entre el público, a la actriz Dolores Heredia quien terminó emocionada hasta las lágrimas por la historia que se estaba hilvanando. Ahora, como una compañera estable en la vida y en la escena, Dolores comparte con él el placer de la clownería: contar por medio del ridículo una historia llena de significados. Dos seres, a los que nadie calificaría de nobles o tan siquiera buenos, recuperan a través de imágenes sacras --que no dejan de tener su lado hilarante-- el candor de infancia, de pueblo y de clase parroquial. La metáfora es muy clara, muy sin complicaciones, y el desempeño de Dolores y de Daniele es tan cautivador que complace aun a quienes no compartimos sus creencias.

La religiosidad inocente y consoladora tiene otras caras. La mejor, sin duda, la del cristiano que se compromete a favor de los pobres y los oprimidos: la vemos y la admiramos a cada momento. La peor presenta el horrendo rostro de la intolerancia y se permite ser disfraz para que los poderosos despojen a los demás de los bienes de esta tierra. Es el caso de la Inquisición que en la Nueva España --y en todo el mundo católico-- combatió ferozmente a la gente de otros credos, indios, moros y judíos; la familia de don Luis de Carvajal, descubridor y poseedor de las extensas tierras que hoy son Nuevo León, y la persecución, suplicio y muerte que sufrieron todos sus miembros, son un infame ejemplo de la religión al servicio de la corona española la que se apropió de sus heredades.

Con este tema Sabina Berman compuso una obra que conocemos a través de dos versiones. La primera, con el título de Herejía fue estrenada hacia 1983 bajo la dirección de Abraham Oceranski y es la misma que circula en un volumen de Editores Mexicanos Unidos. La segunda versión es la que ahora se escenifica con el título de En el nombre de Dios (Los Carvajales) como presentación de El Foro Dramático de México que encabeza Rosenda Monteros y con la dirección de la propia actriz que hace su debut en este menester teatral. Esta segunda versión (muy aparte de que devuelve al apellido de la familia protagónica su grafía original, con lo que se subraya su carácter histórico) resulta mucho más depurada que la anterior; se altera el orden de algunas escenas, se suprimen otras, se quita un personaje, pero se agrega ese Padre Jeremías con sus dos esclavos chichimecas que dan mayor constancia de lo que era la Nueva España.

Si en la versión que circula publicada la autora pedía que no se intentara un realismo irrecusable, es dable suponer que también pide lo mismo para la versión que ahora se escenifica. Rosenda Monteros lo entendió así y en esta primera dirección suya sale avante en lo general, aunque con algunas salvedades que no opacan del todo su desempeño. La idea de Sabina Berman de hacer que Luis de Carvajal el Mozo entone en cante jondo algunas endechas, es tomada y ampliada por la directora que utiliza el talento de Luis Rivero (al que se da uno de esos extraños créditos que proliferan en nuestro teatro, el de dramaturgia musical) para hacer que tanto Luis el Mozo como Jorge Almeida canten y bailen --más aquél que éste-- flamenco: los zapateados, las palmas y el cante jondo se hermanan con los cánticos judaicos que entonan los supuestos conversos.

Lo mejor del montaje resulta esta atmósfera lograda, además de las interpretaciones de un largo elenco y que van de correctas a buenas; sobresalen Marco Salcedo-Chao, Juan Carlos Remolina, Lorena Glintz, Oscar Narváez y el actor que interpreta a Jorge Almeida y a quien el programa atribuye el nombre de Chao-Marco Salcedo.

En cambio, hay algunas cosas que no están a la altura general del espectáculo. Una sería el cambio de estilo que sufren las actuaciones: en un principio, se advierten estilizadas (las cabriolas de Felipe Núñez, la espalda contra espalda de Isabel y doña Guiomar) para después, aun englobadas en la estilización general, convertirse en realistas y mesuradas. Otra, la utilización de los carros escenográficos que sólo tienen fluidez --y suponen acierto de dirección-- cuando el estrado del Padre Jeremías se convierte en el barco. Mucho más grave resulta que un factor tan esencial como es la iluminación --y más en un montaje que casi renuncia a la escenografía-- no llegue al nivel de excelencia a que los iluminadores y escenógrafos de nuestro teatro nos tienen acostumbrados.