El asalto a un tren cargado de maíz, perpetrado ayer en el municipio neoleonés de San Nicolás de los Garza aledaño a Monterrey por una turba de centenares de personas hambrientas, es un hecho por demás inquietante, que debe llamar la atención de la sociedad y de las autoridades.
Sería equívoco y torpe el considerar el suceso mencionado como un episodio delictivo más o como uno más de los robos y asaltos cuya frecuencia y gravedad se incrementan en el país.
El asalto al tren carguero y el hurto de casi 50 toneladas de maíz por centenares de pobladores paupérrimos de San Nicolás de los Garza es una expresión inequívoca de la profundidad de la crisis económica y de la exasperación generada por las medidas de ajuste implantadas para combatirla.
Si esto provoca el hambre en Nuevo León, que dista mucho de ser uno de los estados más pobres del país, habría que imaginar lo que puede ocurrir en Chiapas, Michoacán, Guerrero o Oaxaca. Sería necesario preguntarse, también, los efectos sociales que puede tener, en vastas zonas del norte, la peligrosa combinación de recesión agraria como la actual y una sequía como la que padece en el presente ciclo agrícola el territorio nacional.
En muchas comunidades chiapanecas en la zona de conflicto, por ejemplo, el abasto alimentario es, en el mejor de los casos, escasísimo. En muchas poblaciones de la región lagunera la agricultura de subsistencia y las de por sí precarias actividades de recolección con las que sobreviven sus miembros están severamente amenazadas, no sólo por las duras condiciones climáticas, sino también por la postración económica que afecta a todo el agro mexicano. En muchos barrios marginales de la ciudad de México el desempleo es condición mayoritaria de sus habitantes y la comida escasea en las mesas familiares.
Volviendo a quienes se robaron el maíz del tren carguero en San Nicolás de los Garza, es evidente que no actuaron por una motivación delictiva sino por una determinación básica y legítima de sobrevivencia, la cual los llevó también a enfrentarse a pedradas con las fuerzas del orden. Por ello, en una lógica propiamente jurídica, el incidente no tiene solución: si se encontrara culpable a uno de ellos, habría que consignar también a toda la comunidad. Hacerlo sería aberrante. No hacerlo y permitir la proliferación de esta clase de actos sería renunciar a la vigencia de un Estado de derecho y disolver las reglas mínimas de convivencia nacional.
Las medidas para prevenir esta clase de sucesos y que se generalicen, como es el riesgo deben provenir de la política económica y social. Es preciso y urgente hacer conciencia de que el deplorable episodio de San Nicolás de los Garza es un subproducto de la crisis y de las medidas de ajuste, y que la severidad presupuestaria y la austeridad social parecen haber tocado el límite de lo permisible, más allá del cual la política económica da por resultado la descomposición de los pactos básicos de convivencia.
La victoria del Bloque Likud en las elecciones celebradas antier en Israel introducen un factor de incertidumbre en el panorama regional de Medio Oriente y abren interrogantes sobre la continuidad del proceso de pacificación entre Tel Aviv y los palestinos y de la normalización política entre Israel y sus vecinos árabes.
Ciertamente, Benjamin Netanyahu, quien será casi con seguridad el encargado de negociar y encabezar un nuevo gabinete de coalición, se ha apresurado a declarar que dará continuidad al proceso de paz iniciado por el asesinado Yitzhak Rabin y continuado por su sucesor, Shimon Peres, dando a entender así que la pacificación ha dejado de ser un asunto partidario y ha adquirido un impulso propio como tarea de Estado. Pero no debe perderse de vista que una importante porción de los votos que llevaron al Bloque Likud al triunfo provienen de enemigos jurados de la paz con los palestinos y con los países árabes, especialmente de los sectores judíos fundamentalistas en los que se fraguó el asesinato de Rabin, así como de los colonos de los enclaves judíos en los territorios palestinos ocupados.
Para que el líder de la coalición victoriosa pueda contrarrestar la presión que por descontado ejercerán sus electores belicistas, será necesario que la comunidad internacional, con Estados Unidos y la Unión Europea en primer lugar, mantengan una estrecha presión sobre el gobierno de Tel Aviv. Será necesario, también, que las formaciones políticas derrotadas en los comicios del pasado miércoles reivindiquen con energía, desde la oposición, las gestiones de paz que iniciaron desde el poder.
En otro sentido, los sucesos recientes en Israel y Medio Oriente parecen confirmar la vigencia de una paradoja en la historia del Estado judío: si a halcones como Menajem Beguin y Yitzhak Shamir les ha tocado encabezar operaciones pacificadoras de trascendencia el acuerdo de Campo David, en el caso del primero, y la reunión de Madrid, en el caso del segundo, no hay por qué suponer de antemano que un político mucho más moderado que los mencionados, como lo es Netanyahu, sería incapaz de proseguir la paz.
Con todo, muchas cosas pueden pasar de aquí a que la victoria del Likud tome cuerpo en la composición de un nuevo equipo de gobierno en Israel. Habrá que seguir con atención las negociaciones que se emprenderán en los próximos días para conformar una nueva mayoría en el parlamento del estado judío. Y cabe hacer votos porque tales gestiones se orienten, en primer lugar, por la necesidad nacional, internacional y mundial, de culminar las gestiones de paz entre judíos y palestinos y la normalización de relaciones entre Israel y los países árabes.