La tragedia del ``cementerio de personas vivientes'' 82 muertos por desnutrición en un asilo de ancianos en Río de Janeiro y la muerte de otras 50 personas por las diálisis hechas a los enfermos renales con agua contaminada en el estado septentrional de Pernambuco, no son un triste privilegio de Brasil que, por otra parte, es uno de los países más ricos y desarrollados de América Latina. En la también industrializada Argentina no hace mucho estalló el escándalo en un hospital para enfermos mentales donde los pacientes ``desaparecían'' y eran enterrados en los mismos terrenos del nosocomio después de extirparles órganos que sus verdugos vendían para trasplantes. En la lista de los horrores figuran, además, los meninos da rua, los niños callejeros abandonados que, por millares, sobreviven como pueden en todas las grandes ciudades, incluida nuestra capital, sometidos a todas las explotaciones y todas las violencias. En el caso de Brasil, que tuvo resonancia mundial, los comerciantes de Río de Janeiro pagaban a la policía para que los matasen porque dormían en las puertas de sus negocios y, según ellos, alejaban los clientes.
Mientras en las sociedades llamadas ``primitivas'' (como las comunidades indígenas, por ejemplo) los niños están a cargo de todos y son la garantía del futuro y los ancianos son respetados, en la neobarbarie tecnocrática impuesta por la idea neoliberal de que sólo cuenta quien es un buen mercado y productivo, sobran los niños, los viejos, los enfermos, los inválidos, los defectuosos. El darwinismo social condena a la marginación, la miseria física y moral, e incluso a la muerte, a los que no rinden su tributo diario al lucro de pocos. La sociedad (y el Estado, que deja de lado su protección o la reduce al mínimo) los abandona a su terrible suerte, como en el caso de los ancianos de Río, por los cuales el Estado pagaba 18 dólares diarios. De este modo, los conceptos mismos de sociedad y de civilización son diariamente negados por la mundialización de un tipo de relaciones sociales y humanas en el cual, para decirlo con las palabras del lenguaje cotidiano de Estados Unidos, una persona ``vale'' lo que gana y nada más que eso, y quien no gana sino, por el contrario, cuesta, es un estorbo.
Países enteros, como muchos de los africanos, comunidades enteras, como las nativas en todos los continentes, grandes sectores sociales, como los desocupados, son las víctimas de esta concepción que garantiza los derechos, las conquistas técnicas, el bienestar, sólo a una minoría y expulsa a todos los demás de la civilización, imponiendo un retroceso social y moral de siglos. La idea de solidaridad entre las distintas edades (los adultos que cuidan a los niños para preservar el porvenir y a los ancianos porque alguna vez ellos también serán viejos) o entre los habitantes de la ciudad y los del campo, o entre las zonas desarrolladas y las más pobres, o entre quienes tienen trabajo y quienes no lo logran, ha sido barrida por el neoliberalismo en nombre del ``sálvese quien pueda''. En este naufragio ético la vieja frase de ``primero las mujeres y los niños'' ha sido remplazada por ``primero los ricos'' (en dinero, en salud, en educación, en posibilidades) para los cuales trabaja el Estado, pues éste quita las subvenciones a la salud y a la educación pero se las da a los financieros, a los grandes empresarios, a los potentes de todo tipo .
Esa política altamente inmoral tiene efectos particularmente trágicos en nuestros países en los que, por lo general, la pirámide demográfica se caracteriza por una gran masa de niños y jóvenes aún improductivos, con el agravante de que la política económica y la terrible desigualdad en la distribución de la riqueza social, condenan también a los ancianos (jubilados y pensionados o no) y a los enfermos al más cruel destino. El nivel de una civilización se mide por cómo trata a sus mujeres, su niños, sus viejos, sus minorías de todo tipo. Un sistema que privilegia la macroeconomía y las finanzas abandonando a los débiles, no puede decirse civilizado.