La Jornada Semanal, 2 de junio de 1996


La modernidad

Charles Baudelaire

José Emilio Pacheco acaba de obtener en Colombia el Premio de Poesía José Asunción Silva. Nos unimos a la celebración publicando sus versiones de tres sonetos de Baudelaire, en nuestra página 12. Para que nuestros lectores, especialmente los jóvenes, se acerquen al siempre novedoso autor de Las flores del mal, también publicamos un ensayo, traducido en 1995 por el colombiano Álvaro Rodríguez Torres, que pertenece al libro El pintor en la vida moderna, en el que Charles Baudelaire se sirve de los dibujos de Constantin Guys para reflexionar sobre el dandismo, la moda y la idolatría de lo moderno. El capítulo "La modernidad" adelanta algunas de las ideas que dominarían el arte de este siglo.



Así va, corre, busca. Qué busca? De seguro que este hombre, tal como lo he dibujado, este solitario dotado de una imaginación activa, moviéndose siempre de un extremo a otro del gran desierto de los hombres, tiene una meta más elevada que la del simple paseante, un designio más general, diferente del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese algo que se nos permitirá llamar modernidad, pues no encuentro palabra más adecuada para expresar la idea en cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda lo que pueda contener de poético dentro de lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio. Si echamos un vistazo a nuestras exposiciones de cuadros modernos, nos llama la atención la tendencia general de los artistas a vestir todos sus motivos con ropas del pasado. Casi todos se valen de las modas y de los muebles del Renacimiento, como David se valía de las modas y de los muebles romanos. Hay, sin embargo, esta diferencia: David, al elegir motivos particularmente griegos o romanos, no podía dejar de vestirlos a la antigua, en tanto que los pintores actuales, al elegir motivos de naturaleza general aplicables a todas las épocas, se obstinan en cubrirlos con vestimentas de la Edad Media, del Renacimiento o del Oriente. Evidentemente, esto es indicio de una gran pereza; pues es mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente feo en las vestiduras de una época, que ocuparse en extraerle la belleza misteriosa que pueda detentar, por mínima y ligera que sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. A cada pintor antiguo le ha correspondido una modernidad; la mayor parte de los hermosos retratos que nos quedan de los tiempos que nos precedieron están engalanados con trajes de su época. Y esos retratos son perfectamente armoniosos porque el traje, el peinado e incluso el gesto, la mirada y la sonrisa (cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa) forman un todo de completa vitalidad. Este elemento transitorio, fugitivo, de metamorfosis tan frecuentes, no es despreciable ni debe dejarse de lado. Al suprimirlo caemos forzosamente en el vacío de una belleza abstracta e indefinible, como aquella de la única mujer antes del primer pecado. Si las vestiduras de la época, que se imponen necesariamente, son sustituidas por otras, incurriremos en un contrasentido que sólo puede tener excusa en el caso de una mascarada requerida por la moda. Por ende, las diosas, las ninfas y las sultanas del siglo XVIII son retratos moralmente similares. No cabe duda de que es excelente estudiar a los viejos maestros para aprender a pintar, pero esto no puede ser más que un ejercicio superfluo si se tiene en mente comprender el carácter de la belleza actual. Los ropajes de Rubens o del Veronese no os enseñarán a plasmar el prensado antiguo, el satén à la reine o cualquier otra tela de nuestras fábricas, levantada y balanceada por la crinolina o las sayas de muselina almidonada. El tejido y el grano no son los mismos que en las telas de la antigua Venecia o en las que se estilaban en la corte de Catalina. Agreguemos asimismo que el corte de la falda y del corpiño es absolutamente distinto, que los pliegues se hallan dispuestos conforme a un nuevo sistema y, en fin, que el gesto y el porte de la mujer actual dan a su vestimenta una vida y una fisonomía que no son las de la mujer antigua. En una palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es preciso que la belleza misteriosa que la vida humana le inculca involuntariamente haya sido extraída.


En una palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es preciso que la belleza misteriosa que la vida humana le inculca involuntariamente haya sido extraída.


Ya he dicho que cada época tiene su porte, su mirada y su gesto. Esta proposición resulta fácil de verificar sobre todo en una amplia galería de retratos (la de Versalles, por ejemplo). Pero puede extenderse aún más lejos. En la unidad que se llama nación, las profesiones, las castas, los siglos introducen la variedad, no sólo en los gestos y las maneras, sino también en la forma positiva del rostro. Tal o cual nariz, boca, frente, llenan el intervalo de una duración que no pretendo determinar aquí, pero que ciertamente puede calcularse. Estas consideraciones no son muy familiares entre los retratistas, y el gran defecto del señor Ingres, en particular, estriba en querer imponer a cada tipo que posa ante su mirada un perfeccionamiento más o menos completo, es decir, más o menos despótico, pedido en préstamo al repertorio de las ideas clásicas.

En semejante materia, sería fácil e incluso legítimo razonar a priori. La correlación perpetua de lo que se llama alma con lo que se llama cuerpo explica muy bien cómo todo lo que es material o emanación de lo espiritual representa y representará siempre lo espiritual de donde procede. Si un pintor paciente y minucioso pero de imaginación mediocre, que precisa pintar una cortesana de nuestro tiempo, se inspira (esa es la palabra consagrada) en alguna cortesana de Tiziano o Rafael, es infinitamente probable que ejecute una obra falsa, ambigua y oscura. El estudio de una obra maestra de aquellos tiempos y de aquel género no le enseñarán ni la actitud, ni la mirada, ni la carantoña, ni el aspecto vital de una de esas criaturas que el diccionario de la moda ha clasificado sucesivamente bajo los títulos vulgares o divertidos de impuras, de mantenidas, de lorettes(1) y de corzas.

La misma crítica se aplica necesariamente al estudio del militar, del dandy, aun del animal, perro o caballo, y de todo cuanto compone la vida exterior de un siglo. Ay de aquel que estudie en la antigüedad cosa distinta al arte puro, la lógica, el método general! Por abismarse demasiado en ella, pierde la memoria del presente; renuncia al valor y a los privilegios que le proporcionan las circunstancias; pues casi toda nuestra originalidad procede de la impronta que el tiempo fija en nuestras sensaciones. El lector comprenderá de antemano que yo podría verificar fácilmente mis asertos con otros muchos objetos, aparte del de la mujer. Qué diríamos, por ejemplo, de un pintor de marinas (llevo la hipótesis a su extremo) que debiendo reproducir la belleza sobria y elegante del navío moderno, fatigara sus ojos estudiando las formas sobrecargadas, contorneadas, la popa monumental del navío antiguo y los complicados velámenes del siglo XVI? Y qué pensaríamos de un artista al que le hubiéramos encomendado el retrato de un pura sangre, célebre en las solemnidades del hipódromo, si limitara sus contemplaciones a los museos, contentándose con observar al caballo en las galerías del pasado, en Van Dyck, Bourguignon o Van der Meulen?



(1) Término acuñado hacia 1840, aproximadamente, y que significa muchacha joven y elegante de costumbres libres (N. del T.).


Traducción de Álvaro Rodríguez Torres