La Jornada Semanal, 2 de junio de 1996
Así va, corre, busca. Qué busca? De seguro que
este hombre, tal como lo he dibujado, este solitario dotado de una
imaginación activa, moviéndose siempre de un extremo a
otro del gran desierto de los hombres, tiene una meta
más elevada que la del simple paseante, un designio más
general, diferente del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese
algo que se nos permitirá llamar modernidad, pues no
encuentro palabra más adecuada para expresar la idea en
cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda lo
que pueda contener de poético dentro de lo histórico, de
extraer lo eterno de lo transitorio. Si echamos un vistazo a nuestras
exposiciones de cuadros modernos, nos llama la atención la
tendencia general de los artistas a vestir todos sus motivos con ropas
del pasado. Casi todos se valen de las modas y de los muebles del
Renacimiento, como David se valía de las modas y de los muebles
romanos. Hay, sin embargo, esta diferencia: David, al elegir motivos
particularmente griegos o romanos, no podía dejar de vestirlos
a la antigua, en tanto que los pintores actuales, al elegir motivos de
naturaleza general aplicables a todas las épocas, se obstinan
en cubrirlos con vestimentas de la Edad Media, del Renacimiento o del
Oriente. Evidentemente, esto es indicio de una gran pereza; pues es
mucho más cómodo declarar que todo es absolutamente feo
en las vestiduras de una época, que ocuparse en extraerle la
belleza misteriosa que pueda detentar, por mínima y ligera que
sea. La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la
mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. A cada
pintor antiguo le ha correspondido una modernidad; la mayor parte de
los hermosos retratos que nos quedan de los tiempos que nos
precedieron están engalanados con trajes de su época. Y
esos retratos son perfectamente armoniosos porque el traje, el peinado
e incluso el gesto, la mirada y la sonrisa (cada época tiene su
porte, su mirada y su sonrisa) forman un todo de completa
vitalidad. Este elemento transitorio, fugitivo, de metamorfosis tan
frecuentes, no es despreciable ni debe dejarse de lado. Al suprimirlo
caemos forzosamente en el vacío de una belleza abstracta e
indefinible, como aquella de la única mujer antes del primer
pecado. Si las vestiduras de la época, que se imponen
necesariamente, son sustituidas por otras, incurriremos en un
contrasentido que sólo puede tener excusa en el caso de una
mascarada requerida por la moda. Por ende, las diosas, las ninfas y
las sultanas del siglo XVIII son retratos moralmente similares.
No cabe duda de que es excelente estudiar a los viejos maestros para
aprender a pintar, pero esto no puede ser más que un ejercicio
superfluo si se tiene en mente comprender el carácter de la
belleza actual. Los ropajes de Rubens o del Veronese no os
enseñarán a plasmar el prensado antiguo, el
satén à la reine o cualquier otra tela de
nuestras fábricas, levantada y balanceada por la crinolina o
las sayas de muselina almidonada. El tejido y el grano no son los
mismos que en las telas de la antigua Venecia o en las que se
estilaban en la corte de Catalina. Agreguemos asimismo que el corte de
la falda y del corpiño es absolutamente distinto, que los
pliegues se hallan dispuestos conforme a un nuevo sistema y, en fin,
que el gesto y el porte de la mujer actual dan a su vestimenta una
vida y una fisonomía que no son las de la mujer antigua. En una
palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en
antigüedad, es preciso que la belleza misteriosa que la vida
humana le inculca involuntariamente haya sido extraída.
En una palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es preciso que la belleza misteriosa que la vida humana le inculca involuntariamente haya sido extraída.
Ya he dicho que cada época tiene su porte, su mirada y su gesto. Esta proposición resulta fácil de verificar sobre todo en una amplia galería de retratos (la de Versalles, por ejemplo). Pero puede extenderse aún más lejos. En la unidad que se llama nación, las profesiones, las castas, los siglos introducen la variedad, no sólo en los gestos y las maneras, sino también en la forma positiva del rostro. Tal o cual nariz, boca, frente, llenan el intervalo de una duración que no pretendo determinar aquí, pero que ciertamente puede calcularse. Estas consideraciones no son muy familiares entre los retratistas, y el gran defecto del señor Ingres, en particular, estriba en querer imponer a cada tipo que posa ante su mirada un perfeccionamiento más o menos completo, es decir, más o menos despótico, pedido en préstamo al repertorio de las ideas clásicas.
En semejante materia, sería fácil e incluso legítimo razonar a priori. La correlación perpetua de lo que se llama alma con lo que se llama cuerpo explica muy bien cómo todo lo que es material o emanación de lo espiritual representa y representará siempre lo espiritual de donde procede. Si un pintor paciente y minucioso pero de imaginación mediocre, que precisa pintar una cortesana de nuestro tiempo, se inspira (esa es la palabra consagrada) en alguna cortesana de Tiziano o Rafael, es infinitamente probable que ejecute una obra falsa, ambigua y oscura. El estudio de una obra maestra de aquellos tiempos y de aquel género no le enseñarán ni la actitud, ni la mirada, ni la carantoña, ni el aspecto vital de una de esas criaturas que el diccionario de la moda ha clasificado sucesivamente bajo los títulos vulgares o divertidos de impuras, de mantenidas, de lorettes(1) y de corzas.
La misma crítica se aplica necesariamente al estudio del militar, del dandy, aun del animal, perro o caballo, y de todo cuanto compone la vida exterior de un siglo. Ay de aquel que estudie en la antigüedad cosa distinta al arte puro, la lógica, el método general! Por abismarse demasiado en ella, pierde la memoria del presente; renuncia al valor y a los privilegios que le proporcionan las circunstancias; pues casi toda nuestra originalidad procede de la impronta que el tiempo fija en nuestras sensaciones. El lector comprenderá de antemano que yo podría verificar fácilmente mis asertos con otros muchos objetos, aparte del de la mujer. Qué diríamos, por ejemplo, de un pintor de marinas (llevo la hipótesis a su extremo) que debiendo reproducir la belleza sobria y elegante del navío moderno, fatigara sus ojos estudiando las formas sobrecargadas, contorneadas, la popa monumental del navío antiguo y los complicados velámenes del siglo XVI? Y qué pensaríamos de un artista al que le hubiéramos encomendado el retrato de un pura sangre, célebre en las solemnidades del hipódromo, si limitara sus contemplaciones a los museos, contentándose con observar al caballo en las galerías del pasado, en Van Dyck, Bourguignon o Van der Meulen?
(1) Término acuñado hacia 1840, aproximadamente, y que significa muchacha joven y elegante de costumbres libres (N. del T.).
Traducción de Álvaro Rodríguez Torres