El tren que corría..., fue asaltado por entre 300 y 400 personas, y robadas entre 30 y 50 toneladas del maíz que transportaba (según distintos medios de prensa). Hace años que la prensa nos debía esta noticia. La esperábamos. Había ocurrido ya en algunos otros lares del mundo.
El no tan inusitado acto de saqueo de los colonos de Fomerrey, del municipio de San Nicolás de los Garza, Nuevo León, no debe volverse ejemplar. Pero la responsabilidad principal de que ello no se repita no hablo jurídicamente, no está en las numerosas comunidades marginadas de este país. Considérese, de otra parte, que el acto fue cometido por una comunidad que no se halla en los grados de marginación y pobreza como los padecidos por las comunidades del sureste mexicano. Es, por tanto, un dato más que preocupante.
En 1990 el investigador estadunidense Solon Barraclough, en un informe sobre los sistemas alimentarios, formulado por la UNRISD y la South Comission (An end to world hunger?), señalaba que ``la proporción de niños subalimentados en Brasil o México es aproximadamente la misma en Africa subsahariana o en muchos países del sudeste asiático que únicamente tienen una décima parte del PIB de aquéllos por persona''. He ahí un dato de lo que significa desigualdad social en México.
En 1990 la población rural del país era de alrededor de 23 millones de habitantes, según el censo de población de ese año. Esa cifra era equivalente al 28.7 por ciento del total nacional e integraba el 23 por ciento de la población económicamente activa. Participaba, sin embargo, con sólo el 7 por ciento del producto interno. La escolaridad promedio de la población rural era de 3.1 años de primaria (frente a siete del promedio nacional), y el 70 por ciento de la población del país que vivía en condiciones de pobreza extrema era población rural (datos tomados de Estudios Agrarios, No. 2, Revista de la Procuraduría Agraria). Hoy las cosas han empeorado para las familias campesinas respecto a 1990.
La mayor parte de la población de los países periféricos (el hasta hace poco Tercer Mundo), continúa siendo población rural. En los países industrialmente desarrollados, sólo entre el 2 y el 10 por ciento de la fuerza de trabajo está dedicada directamente a la agricultura. Pero la gran producción de alimentos básicos y los prácticamente inalcanzables índices de productividad agrícola se hallan en los países industrialmente desarrollados. Como es sabido, las tierras tropicales y semitropicales, las selvas, son muy poco aptas para el cultivo de granos básicos. Entre tanto, es precisamente en estas tierras donde se ubica una alta proporción de la población rural de los países periféricos.
No es sólo que los países periféricos son hoy el resultado de un proceso histórico de relaciones coloniales, asimétricas y dependientes, que en gran medida explica las condiciones de subdesarrollo, la baja escolaridad, la carencia de tecnologías, sino que, además, la tierra misma donde viven, en proporciones significativas, no sirve para alimentar adecuadamente a sus pobladores. No es extraño que la población pobre contribuya a la erosión del planeta mediante el arrasamiento de las selvas tropicales. ``La pobreza y el hambre de las masas dice Barraclough, son problemas sistémicos. No hay causas simples ni remedios simples para ellos''.
En añadidura a los dificilísimos problemas estructurales originados en los procesos históricos aludidos, desde los inicios de los años 80 numerosos países periféricos hubieron de embarcarse en programas de ajuste frente a las crisis de endeudamiento que padecían y continúan padeciendo.
Debido a las fuertes devaluaciones incluidas en estos programas, en el corto plazo aumentaron las ventas de los productos agrícolas exportables. Pero las restricciones monetarias, la compresión de los salarios agrícolas, la reducción drástica de los subsidios al campo, las restricciones crediticias a la agricultura, la eliminación de los mecanismos de precios controlados, que beneficiaron la participación del sector privado en la comercialización de estos productos (véase Roberto Escalante y Carlos Rodríguez, ``La agricultura latinoamericana: los casos de México, Argentina, Brasil y Chile'', en Estudios Agrarios, cit.), agravaron la situación social y económica de los pobres y de los más pobres, habitantes del campo. Derivado de la exasperación ``a veces dice Barraclough, algunos grupos se abocan a una violencia aparentemente sin objetivo, al sabotaje y hasta a la franca rebelión. Este es el quid del problema campesino desde el punto de vista del Estado''.
Si para México añadimos la tragedia de la sequía: 40 millones de hectáreas de pastos dañadas, 647 mil hectáreas de riego no sembradas, pérdidas de 4 millones de toneladas de granos, millones de jornaleros sin trabajo, de acuerdo al panorama descrito por Francisco Labastida, aparece en sus diversas dimensiones el drama del hambre sistémica agravada por los programas de ajuste y por las condiciones de una sociedad incapacitada para enfrentar los infortunios naturales.
El hambre del mundo con hambre, para ser entendida deveras, ha de ser correlacionada con las posibilidades reales de la producción agrícola e ipso facto con el cuidado ecológico del hábitat humano: el planeta. Es por tanto, en primer lugar, un vasto problema político, económico y social de la agenda internacional, del que no se está haciendo cargo la sociedad dominante. Los trenes no pueden sin más andar caminando cargados de granos entre masas macilentas.