Pablo Gómez
Del 10 de junio a Aguas Blancas

La matanza del 10 de junio de 1971 tenía dos propósitos: detener lo que pudiera suponerse un nuevo ascenso de la lucha de los estudiantes por la democracia y culpar a los jóvenes de los hechos de los cuales ellos iban a ser las únicas víctimas.

Tal perversidad del poder no es fácil encontrar a la vuelta de la esquina. Quienes calcularon que podían llevar a cabo esa doble tarea, asignada por sí mismos a través del frío cálculo que solamente brinda la condición impune de los poderosos y el control de la información, eran la expresión de un México de barbarie.

Pero algo no funcionó para sorpresa de los gobernantes y de los propios agredidos: nadie creyó la versión de que los halcones eran estudiantes que se habían enfrentado con sus propios compañeros en la calle de San Cosme cuando éstos emprendían una manifestación.

El factor clave de la derrota de la mentira no podía ser el testimonio de los jóvenes agredidos, quienes estaban velando otra vez a sus muertos. La versión de los reprimidos no parece tener en México ningún valor; es como si las víctimas mintieran para evadir su culpa, para justificar los actos que les llevaron a ser golpeados, heridos y asesinados. Los represores, en cambio, dan la versión creíble, la única que puede ser reconocida como verdadera, pues nada tienen que ocultar. Esta es una tradición de hierro y sangre forjada en la historia contada por los vencedores.

La verdad no se supo por la boca de los estudiantes, sino por la de los reporteros. Por vez primera en ya no se sabía cuántos años, los periodistas desmintieron la versión oficial de una matanza. Ellos fueron quienes se encararon con el jefe del gobierno de la capital un oscuro y perverso burócrata y le señalaron que los agresores no eran estudiantes de un bando contrario a los manifestantes, sino integrantes de un grupo de choque transportado en vehículos oficiales y notoriamente preparado para la represión.

Los halcones eran un cuerpo especial para reprimir estudiantes; jóvenes todos ellos, reclutados de entre la delincuencia juvenil de la ciudad, habían sido entrenados para golpear y matar sin que los uniformados se mancharan las manos de sangre y sin que los gobernantes tuvieran que dar explicaciones de la brutalidad de las fuerzas del orden.

Los reporteros dijeron lo que habían visto, lo cual no era más que el cumplimiento de un deber. La cuestión era que ese deber se había olvidado durante muchos años en los que la prensa reproducía las versiones oficiales y callaba los hechos. Se produjo entonces una especie de rebelión de la verdad, aunque no fue tan grande que llevara a la cárcel a los asesinos. Luis Echeverría despidió a Alfonso Martínez Domínguez y ordenó al procurador la realización de una indagatoria que jamás se llevó a cabo. Ni el presidente ni el regente fueron castigados por los crímenes que ordenaron y la justicia mexicana no debió siquiera encarcelar a los autores materiales.

Casi un cuarto de siglo después de aquella matanza del jueves de corpus, la prensa una parte de ella jugó un papel decisivo en el esclarecimiento de otra matanza: la del vado de Aguas Blancas, Guerrero. Muchos periodistas se esforzaron por decir la verdad, aunque esta vez no habían estado presentes en el momento de los crímenes.

La publicación del video de la matanza en un programa de noticias confirmó que la versión oficial era falsa y que los campesinos, desarmados, no habían agredido a los policías.

La prensa cumplía con su deber, aunque Rubén Figueroa solamente perdió el puesto de gobernador sin que se pueda decir que se ha hecho justicia.

La impunidad de los poderosos sigue siendo un elemento del sistema político mexicano, pero la actitud de la prensa el 10 de junio de 1971 y frente a la matanza de Aguas Blancas jugó un destacado papel para develar los hechos tal cuales son, combatir la violencia oficial y contrarrestar la mentira.