Jean Meyer
José el soñador

Carlos Monsiváis es de los pocos que leen la Biblia. Al escuchar el otro día a nuestro secretario de Agricultura, uno no podía dejar de pensar que nuestros responsables harían bien en leer Génesis 41, la historia de José el soñador, para llegar a ser tan buenos secretarios de Estado como él.

José explicaba al faraón de Egipto que las siete vacas bonitas y las siete espigas que vio en sueño significaban siete años de abundancia; que las siete vacas feas y flacas que salieron del río después de las otras, y las siete espigas delgadas y quemadas por el ardiente viento significaban siete años de hambre que harían olvidar toda la abundancia anterior. En consecuencia, José aconsejó al Faraón nombrar a un hombre sabio y hábil para reunir en graneros la quinta parte de la cosecha de los siete años de abundancia, y así prepararse para el hambre de siete años que tendría que venir. Así se hizo y el país se salvó.

Los Estados modernos olvidan con demasiada frecuencia esos problemas, porque la técnica y sus grandiosos éxitos han hecho creer que el control de la naturaleza es absoluto. Sin embargo, la sequía presente que abrasa gran parte de México y de Estados Unidos (quizá de otras partes del planeta, pero nuestra prensa es muy parroquiana) viene a humillar nuestro orgullo.

En febrero, en Michoacán, comentaba don Bernardo que el año no pintaba bien, porque no se habían presentado las cabañuelas, esas lluvias de los primeros días de enero. Ahora escasean las chicharras, pequeños mayates pardos que, en la noche, cuando son numerosos, anuncian el temporal de aguas.

Por lo mismo, hay que consultar la Breve historia de la sequía en México de Enrique Florescano y Susan Swan, publicada en 1995 por la Universidad Veracruzana en Xalapa. Los historiadores le dan la razón al Soñador de hace 3 mil años. En los 80 años del siglo XVI, después de la Conquista: 13 sequías; en el siglo XVII: 25; en el siglo XVIII: 38. Los trastornos del clima fueron muy agudos de 1807 a 1810, cuando una grave crisis agrícola se mezcló con la crisis política que culminó en 1810. En el siglo XIX, de 1810 a 1910 se registraron 39 sequías, con cuatro muy duras por su extensión e intensidad. Entre 1910 y 1977 nuestros historiadores encuentran 38 sequías, de las cuales 17 están relacionadas con sequías en otras partes del mundo.

Desde 1930 las sequías han sido más esporádicas pero más violentas. En este periodo hubo 20 sequías severas y seis extremadamente severas: recordamos 1962, 1969 y 1977. En los últimos años, la sequía empezó a instalarse con regularidad en el Norte pero, desgraciadamente, por vivir amontonados en grandes ciudades, sin contacto con la realidad del campo, no nos dimos cuenta de la severidad del fenómeno que se ha convertido, más allá de los 11 estados más afectados, en una alarma que requiere con urgencia atención de los administradores y solidaridad nacional. Como la sequía tiene un impacto regional y diferencial sobre los distintos sectores de la sociedad, nos es muy fácil olvidarla. Tal miopía es peligrosa, porque los efectos económicos del desastre ecológico tienen implicaciones sociales y también políticas. Tanto la crisis final del Virreinato como la del Porfiriato tuvieron algo que ver con la sequía. Nuestra sociedad ha dejado de ser campesina y nuestra economía no descansa en la agricultura ni en la ganadería. Es cierto, pero sería, además de inmoral, imprudente, olvidarnos de los que sufren la sequía. Ahí está la tensión sobre el mercado mundial de los granos para recordarnos la dura realidad.