José Woldenberg
Derechos humanos y violencia, empezar por casa

Hay que repetirlo: la vigencia de los derechos humanos constituye el piso mínimo de la convivencia civilizada. Y esa vigencia nunca es una aparición o fruto de la inercia, ya que obedece a una construcción social compleja que debe enfrentar pulsiones más que arraigadas no sólo en el universo de la autoridad sino en la sociedad toda. (El impulso primario es ``arreglar las cosas'' con la ``ley del más fuerte''.)Cierto que las responsabilidades no pueden ser equiparadas. Las autoridades están obligadas a actuar conforme a normas y transgredirlas representa un ilícito y sobre todo un ejemplo que trasmina todo el tejido social, por lo cual la vigilancia en relación a lo que sucede en ese ámbito es crucial, estratégico, si queremos construir otra de las aspiraciones multicitadas y difíciles de hacer realidad: el Estado de derecho, contraparte obligada para la vigencia cabal de los derechos humanos. No obstante, el trato indigno a las personas, la reproducción de la violencia, el atropello recurrente en otros ámbitos, constituyen no sólo males en sí mismos sino un pésimo contexto para aclimatar el trato digno y apegado a derecho entre autoridades y ciudadanos.

Por eso el llamado del presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Jorge Madrazo, a la ``unidad nacional contra la violencia'', merece ser atendido. Porque no cabe duda que las violaciones más abusivas y dolorosas (si hay distinción) contra los derechos humanos son aquéllas en donde la violencia aflora, y es el uso (siempre abuso) de la violencia el antónimo más claro de los derechos humanos. (Aunque el propio despliegue del movimiento pro derechos humanos está colocando en los primeros lugares del reclamo público nuevos temas y problemas, por ejemplo, el propio Madrazo informa que la negligencia médica ocupó el primer lugar como denuncia ante la CNDH en el último año, lo que ilustra, en buena hora, un cierto tránsito de las violaciones más primitivas tortura a otras más ``sofisticadas''.)No obstante, la violencia como antípoda de los derechos humanos aunque parezca increíble tiene que ser acorralada a ese lugar porque simple y llanamente no debe ser vista como algo connatural al ``ser nacional'', lo que eso quiera decir. Hace bien Madrazo en llamar la atención no sólo en cuanto a la que se utiliza desde arriba, por la autoridad, sino también a la que emerge y crece desde abajo, desde la sociedad, y que aparece y reaparece en el maltrato a niños o los golpes en el hogar.Cierto que la violencia tiene nutrientes ``estructurales'', sociales, es decir, que desempleo, pobreza, hambre generan condiciones propicias para la violencia. Pero ``resolver de manera pacífica nuestros conflictos y controversias y actuar con menos agresividad y sin dañarnos unos a otros, en el seno de nuestras familias, en el centro de trabajo, en la calle; en el complejísimo contexto de las relaciones interpersonales'', como desea Madrazo y no sólo él, debe superar un contexto cultural demasiado permisivo en relación a la violencia. Y ya se sabe, modificar pautas de conducta arraigadas es una de las tareas más difíciles.

Dos grandes temas, además por supuesto de la vigilancia que las Comisiones de Derechos Humanos debe seguir ejerciendo sobre todo tipo de autoridad pública, deberían servir para dar cuerpo al llamado de nuestro Ombudsman: la violencia contra los niños y la violencia en la familia contra las mujeres. Ambas, que además suelen conjugarse, tienen una legitimidad social que (me) llama la atención y constituyen uno de nuestros más flagrantes e indignantes usos (abusos) y costumbres.

Uno suele encontrar desde el más ilustrado de nuestros profesores hasta al panadero de la esquina diciendo y pontificando que la violencia ``claro con medida''! y cada quien tiene su medidacontra los niños es parte de un método pedagógico para hacerlos ``hombres y mujeres de bien'', ``para educarlos'', mientras la violencia en el seno familiar y contra las mujeres suele no conmover demasiado, asumiéndose como un asunto privado, un incidente ``normal'', como un atributo de esa relación de amor-odio a la que se llama matrimonio.

Hace unos meses citaba en Etcétera (25/01/96) el estudio de una maestra salvadoreña, Mercedes Cañas, que con sus compañeras de trabajo, preguntó a niños y niñas si su papá le pegaba a su mamá, encontrando que en el 57 por ciento de los casos el hombre ejercía algún tipo de violencia contra su mujer. Me temo que no estamos muy lejos de El Salvador, de tal suerte que el ámbito que se supone protector de las personas suele convertirse en un espacio donde aflora con una regularidad que no puede ser pasada por alto la agresión y la violencia.

Por ello campañas en contra de la violencia en los espacios que se suponen más cálidos y confortables, y que suelen convertirse en auténticos infiernos (por la indefensión de las víctimas), sería un buen eslabón para aclimatar entre nosotros el aprecio y el significado de los derechos humanos y para cerrarle el paso a coartadas de todo tipo (``sólo fue una nalgada para que se eduque'', ``es un asunto entre ellos'', y tonterías similares) que hoy se reproducen de manera natural e impune entre nosotros.