La Organización Internacional del Trabajo (OIT) informa que el año pasado 73 millones de niños se vieron obligados a trabajar, muchas veces en condiciones de esclavitud o de semiesclavitud. Dicha cifra corresponde nada menos que al 13 por ciento de la población infantil mundial pero el promedio es mucho más alto en los países africanos, asiáticos y en los latinoamericanos más pobres. En algunos de aquellos llega incluso al 50 por ciento.
Conviene destacar que la OIT contabiliza solamente a los menores de 14 años pero mayores de 10 que trabajan para terceros, pero centenares de miles comienzan a trabajar bajo la dependencia familiar al cumplir cinco años recogiendo leña, transportando agua, vendiendo los productos agrícolas o artesanales o participando en diversas cosechas. También hacen trabajos artesanales (como el textil en Asia, donde su habilidad y sus pequeños dedos son muy requeridos para hacer los nudos de los tapices más preciados), se les emplea como pastores o incluso en la pesadísima zafra azucarera o trabajan en la explotación minera o algodonera. Ningún continente, ni siquiera el europeo, se salva de esta plaga ni de la venta de niños por sus propios padres, que los mandan a un trabajo productivo, a la prostitución infantil o a la mendicidad organizada.
Convivimos con escenas de otros siglos que parecen salir de los libros de Dickens o de El hombre que ríe, de Víctor
Hugo. Hay testimonios terribles: por ejemplo, un niño brasileño de 10 años que fabrica carbón de leña y tiene los pulmones llenos de humo declara que sueña con toser menos por las noches para poder dormir y estar menos cansado durante sus 14 horas de trabajo diario. Otro, pakistaní, de la misma edad, dice en cambio que anhela cansarse menos para no quedarse dormido cuando llega el momento de comer. El trabajo, lejos de enseñarles a los pequeños un oficio y de prepararles a la vida como argumentan quienes los explotan, les roba la instrucción, la niñez, el mismo desarrollo físico y mental y les encamina a una muerte prematura.
La explotación infantil no solamente provoca una terrible secuela de muerte y de enfermedades, arruinando la vida a buena parte de la niñez en nuestro planeta, sino que también impone una hipoteca inhumana sobre el futuro de la economía de los países pobres o de las regiones marginales de los países industrializados. Lejos de desaparecer, el trabajo infantil aumenta con las políticas de ajuste que recortan los presupuestos para la enseñanza, reducen los salarios reales, aumentan la desocupación y empujan a millones hacia la miseria moral. Los más débiles (niños pobres, enfermos, inválidos, ancianos) sobran en una sociedad que sólo da valor a quien entra en el mercado y éste destruye además las viejas solidaridades familiares y nacionales. La política neoliberal promueve cotidianamente el darwinismo social y hace retroceder la sociedad a épocas que parecían superadas. Si se quiere salvar cuando aún hay tiempo la niñez y el futuro, hay que poner como centro de la economía a los seres humanos, no los balances financieros.