El desencuentro entre el gobierno y los medios de comunicación críticos, principalmente el escenificado por el presidente Zedillo, tiene ribetes de melodrama circunstancial pero, también, muestra quiebres de fondo que es conveniente explorar.
Aquella relación perversa que denunciara José López Portillo (``No pago para que me peguen'') parece que va en forzado retiro. Y va camino de destierro por varias como válidas razones. La primera debe acreditarse a los cambios y el empuje de la sociedad mexicana que busca fuentes diferenciadas de información, visiones compatibles con las inclinaciones propias y agentes creíbles que la orienten. Otra causal se puede encontrar en la ``sequedad'' presupuestal que impide seguir manteniendo onerosos compromisos con medios subvencionados en extremo. La tercera, porque desde el punto de vista del poder establecido, estos periódicos, revistas, estaciones de radio o televisoras (sus dueños y actores), ya no son funcionales al grupo en el poder, menos aún al modelo en boga. Las garantías para la permanencia de los antiguos márgenes de manipulación de imágenes personales, de programas de gobierno o de votos, ya no son sostenibles. La retirada de ese mundo de complicidades podría deberse también a una titubeante, pero real, conciencia y ética pública que desea conducirse de manera abierta y democrática desde la Presidencia misma. Sin embargo, y a pesar de todo ello, algunos medios parecen exigir los últimos jirones de apoyos que pudieran quedar por ahí (ver discursos y narraciones del cuestionado día de la libertad de prensa) y recurren al chantaje, los rumores y la desinformación conocidas.
Más allá de lo circunstancial, que incluye la siempre presente crítica sobre la inexistencia de un modelo o política de comunicación oficial, lo que urge explicitar son las condicionantes estructurales que se solidifican por debajo de tales ires y venires, afecciones y desavenencias entre las élites dirigentes y los medios de comunicación. En este caso entre el presidente Zedillo y dos grandes agrupamientos de activos agentes para la circulación de las ideas.
El primero lo forman aquellos que se concentran en los medios que han venido gestando, con dificultades y carencias, su propio respeto y prestigio. Organismos apegados a reglas de un juego inédito pero prometedor de estilos de vida acordes con la cultura ciudadana. Periódicos y revistas en primer lugar, a los que se les van sumando, con timideces y retrocesos, algunos programas noticiosos y de comentarios radiofónicos. La televisión se encuentra aún sumamente retrasada en este proceso de apertura y combate civilizado ante un poder que, aunque caduco, está bien atrincherado y acarrea inercias, convicciones y reflejos todavía capaces de afectar trayectorias y honras individuales o de grupos. El segundo es el trabuco tradicional. Cotidianos y semanarios aunados, claro está, a las cadenas radiotelevisivas que fueron, y tratan de seguir siendo, funcionales a un régimen autoritario que no sólo coopta sino impone, a veces contraviniendo toda ética e integridad profesional, sus intereses muy particulares. La razón de Estado llevada a su vertiente espuria: aquella que se confunde con los apátridas e ilegales intereses de las camarillas. Esto último como el inicio y sustrato de la perversión de un régimen gubernamental (ver dictamen de la SCJN, juicio de Aguas Blancas) y, a veces, del Estado mismo.
Los conceptos que forman el centro de tal disputa por la conformación y destino del espacio público bien pueden identificarse. Está, por un lado, la erosionada centralidad de la Presidencia de la República. La ahora vapuleada concepción del Ejecutivo como un coágulo de poder que, durante décadas, ocupó la cúspide y el horizonte de la vida organizada del país. Al ir perdiendo estelaridad, los jaloneos constantes le impiden ver, con la precisión necesaria, dónde empieza la pluralidad, las vicisitudes y el crecimiento de las fuerzas sociales, las salidas alternativas y los límites que encuentra su hegemonía. Ignorar o ningunear tales fenómenos de hoy en día, la pueden hacer caer en el franco error de apreciación o en la nula credibilidad.
La irritación presidencial de días pasados (Sonora), obedece a la crítica que, desde múltiples sectores, se le hace al modelo económico que Zedillo ha introyectado, al extremo de atar a ello su destino y poder hundirse con él. La academia y los demás articulistas que construyen parte de la actualidad del país, con sus posturas ampliamente difundidas, le han infligido profundas y fundadas dudas a la conducción de la política económica, y levantan rutas alternas que suenan viables. La proliferación de fuentes de datos básicas, estudios contextualizados y maduros centros de reflexión han alimentado la noticia diaria, aumentando su vigencia y capacidad de penetrar auditorios cada vez más amplios. Esto suele dolerle a los tomadores de decisión. Sobre todo cuando dichos datos confrontan los olvidos, los daños, las equivocaciones o las puertas falsas que se disfrazan en la versión oficial. La formación de expectativas sale a relucir y, al contrariarse la táctica gubernamental fijada de antemano, se da forma al enojo de esos mandos a los que les urge enderezar las curvas de caída y la recesión ante los cercanos como inciertos tiempos electorales.