De los incontables instrumentos fabricados por el hombre para facilitar su trabajo y ensanchar su imaginación, existe uno del que no ha podido prescindir. Me refiero, por supuesto, al libro, a ese objeto que más que la brújula o el arado, el fuego o la televisión nos ha permitido alejarnos, en silencio, de la barbarie. Sabemos que sus antecesores fueron tablas de arcilla y pergaminos. También que unos y otros, en realidad, difieren poco de los volúmenes que conocemos: todos reúnen signos hendidos o no, con color o sin él; todos encierran, en su lenguaje mudo, un mensaje para los otros. Los antiguos libros de arcilla de Mesopotamia nos siguen asombrando por su hechura y, sobre todo, porque nos traen mensajes del más allá: son verdaderas cápsulas del tiempo en las que podemos oír las voces de los muertos. Pero también existen otros libros que deberían asombrarnos. El diccionario es uno de ellos. Sin ser muchos libros, como la Biblia, el diccionario contiene en sus breves apartados el significado primordial de muchos. No es un pecado imaginar que un buen diccionario de la lengua encierra, en su puntual escritura, a todos los libros de un idioma. Por lo menos allí se encuentra la materia prima que, debidamente combinada, ha dado lugar a buen número de ellos. Pero un diccionario es, sobre todo, un vehículo de la memoria colectiva, un ordenado almacén de palabras para conjurar el olvido. Gracias a ellos transitan entre nosotros las palabras y conceptos con mayor facilidad y mejor sentido.
Hace unas semanas empezó a circular en las librerías el Diccionario filosófico de Fernando Savater publicado por Planeta. No se trata de un diccionario como el de Abbagnano en el que uno encuentra los principales temas de esa disciplina. No es, en sentido estricto, un libro de consulta aunque convendría consultarlo. Este diccionario comparte el impulso del escrito por Voltaire hace más de una centuria: sus asuntos y personajes son producto de una selección absolutamente personal en el que caben por igual monstruos cinematográficos, el deporte, la estupidez, la justicia, la igualdad, el racismo y la templanza.
Savater en este libro de asuntos varios verdaderamente ensaya: arriesga ideas para desbrozar caminos o para señalar que otros conducen simplemente a la tontería. Lejos de la seriedad de los semicultos, en sus textos no pretende intimidar con tediosas erudiciones sino invitar, a quien lo acompaña en la lectura, a compartir hallazgos. Recobra con prosa ágil y llena de humor el quehacer filosófico como principio de conversación, diálogo, charla, para disipar dudas y defender certezas. Savater, como todo buen conversador, habla de frente y elude la insinuación. Es natural que así sea: para él, la reflexión debe ser un ejercicio para liberarnos de errores y terrores y para deshacer embelezos que obstruyen el razonamiento libre. Hace tiempo me comentó Eduardo Nicol: ``un filósofo que no sabe escribir es un falso filósofo''. Fernando Savater no sólo escribe bien: practica, desde hace tiempo, el sano ejercicio de la claridad. Este filósofo con minúscula, como gusta llamarse, escribe con fruición y descaro, ligereza y humor. Y es así, me parece, porque quiere hablarle al otro, al individuo, y no a la masa para adoctrinarla con recetas. En este sentido el humor cumple, en sus textos, al menos dos cometidos: alejarnos de la solemnidad --el peor de los síntomas intelectuales, ``la señal de alarma de que ya se ha cesado de entender''-- y servir de detonante de la reflexión.
Es obvio que al autor del Diccionario filosófico le preocupan los temas de esa disciplina pero está convencido, como lo estuvo Voltaire, que para abordarlos basta el pretexto de cualquier asunto, por simple que parezca. Más aún: está seguro que cualquier tema puede y debe abordarse con las herramientas del pensamiento crítico forjado por la filosofía. Su reflexión sobre el deporte es una magnífica muestra de ello.
Ya destaqué que este filósofo español, que reflexiona de cara a la sociedad y no sólo en cubículos y pasillos universitarios, practica, en sus escritos, el sano ejercicio de la claridad. Debo añadir, que esa claridad, al abordar ciertos temas, también llega a ser brutal. Hace polvo, como en mortero, argumentos que no lo son o propuestas francamente idiotas. Cuando aborda el asunto de la democracia, por ejemplo, nos dice categóricamente que no debe considerarse democrática la elección de quienes perseguirán minorías, impedirán derechos a numerosos ciudadanos o impondrán una forma inapelable de creencias y conducta, aun cuando hayan llegado al poder legalmente. Frente a esa afirmación no caben lo argumentos de ciertos dirigentes panistas que justifican la intolerancia, de algunos de sus partidarios, contra minorías culturales, sexuales o religiosas. Ni tampoco cabe, por supuesto, el considerar esos brotes de intolerancia un asunto menor. Si un partido autodefinido como democrático acepta la intolerancia entre sus filas qué esperaremos de él cuando acceda al poder? Será que la democracia panista es meramente electoral? Indepencientemente de las reflexiones que provocan los planteamientos de Savater, traídos a la realidad mexicana, sirven para destacar otro elemento importante de los ensayos del Diccionario filosófico: su carácter mundano. Mundano en sentido amplio, por sus temas y, también, por su actualidad. Como filósofo de lo inmediato no le interesa tanto reflexionar sobre qué es el mundo sino, como escribe, ``cómo arreglárnoslas en él y con él...''.
Si todo diccionario es, en sentido estricto, un libro de las definiciones, el de Fernando Savater es un magnífico ejemplo. Gracias a él podemos conocer, de manera sencilla, las definiciones de este filósofo sobre asuntos que a no pocos interesan; gracias a él podemos conocer, sobre todo, que el método crítico de la filosofía es un atajo ventajoso para definir nuestro entorno y ``arreglárnoslas'' en él de la mejor manera.