Por una serie de circunstancias coincidentes, de esas que se dan como remedo de la Patafísica, he tenido que pensar más que nunca en mi oficio de crítica teatral. Las otras circunstancias no vienen al caso, pero una de ellas consiste en el Código de Etica que La Jornada elabora para darse a sí misma. El proyecto nació con Carlos Payán y Carmen Lira lo ofrece como uno de los puntos nodales de su propuesta como nueva directora del diario. Aprovecho para reiterar mi orgullo de pertenecer a su planta de colaboradores: con ningún otro medio he sentido mayor compromiso, y el que nos demos un Código Deontológico no hará sino ceñir lo que disperso muchos intuíamos.
El lector me perdonará el matiz tan personal que va cobrando mi artículo. El tiempo, que es el gran transformador de todo lo que somos, hacemos y pensamos, me ha llevado a diferentes y precarias definiciones de mi quehacer en estas páginas. Primero intenté hacer crítica con ciertos fundamentos, por lo que no escatimaba los juicios de valor. Luego, pensé desechar en lo posible los juicios de valor e intentar un simple análisis de cada uno de los espectáculos teatrales de que escribía, lo que creo mucho más sano, pero que conlleva algunos contras como podría ser dar similar tratamiento a obras y montajes disímiles en su importancia intrínseca. Ahora, con algo más de la humildad del que sabe que sabe más bien poco, me limito a creer que comparto algunas reflexiones acerca de las escenificaciones con los posibles lectores; por eso reflexionar por escrito respecto a algunos puntos éticos a que procuro atenerme en mi oficio, no creo que hagan mucha diferencia con lo que escribo cada semana
Entiendo que para tener un mínimo de congruencia, se necesita colaborar en un medio en que, como en éste, se respete la libertad de opinión y la solvencia de quienes escriben. Todos conocemos la vulnerabilidad de un colaborador --basta con dejar de publicarle para deshacerse de él-- y cómo la integridad personal choca en ocasiones con las imposiciones de la directiva: en mayor o menor medida lo hemos padecido. Recuerdo, de cuando aún conservaba rastros de mi inocencia, que pretendí aplicar las reglas brechtianas para poder decir la verdad en un diario de derecha: el escándalo ahora me regocija como recuerdo, pero entonces lo sufrí como una humillación. Pero vayamos a lo que podría aproximarse a un código ético del crítico de teatro:
1. Se debe escribir para el público lector y no para el gremio teatral, entendiendo que el lector de página cultural --y encima, de crítica de cualquier especie-- es una persona atenta a los procesos culturales; aun así, el lenguaje debe ser claro y preciso.
2. Dando por descontado que la objetividad es casi imposible (cada uno responde a sus gustos, su formación, su ideología, sus vivencias, su género, etcétera) se debe procurar la mayor imparcialidad. Los dos extremos: las antipatías y cuentas por cobrar o las simpatías y amistades del alma. A menos de que se trate de uno de esos malos bichos que ciertamente abundan (pero yo estoy hablando de los buenos bichos que intentamos en verdad ser críticos) resulta fácil reconocer calidades en algún artista que nos resulte antipático --o que, en buen romance, nos las deba por algo-- si entendemos que su obra lo amerita. Mucho más difícil es la situación de un crítico al que no le haya gustado la obra por quien sienta amistad. Yo confieso humildemente que en ese caso me abstengo de escribir.
3. El punto anterior nos lleva a las relaciones que establezcamos con el gremio teatral y, más aún, con los funcionarios de la cultura. Algunos piensan que se deben tomar distancias; otros creemos que no, que no tenemos que abstenernos del placentero trato de la gente de cuyo quehacer nos ocupamos, aunque tengamos que estar siempre muy avisados para no caer en esa especie de soborno que son las alabanzas que se nos prodigan y a cuyo arrullo nos sería tan grato mecernos, hasta que algo muy cruel nos despertara.
4. No escribir acerca de algo --lo más común es que se nos convoque para ser jurados-- en que hayamos participado cobrando honorarios. Esta regla a veces me ha puesto en graves predicamentos, porque he cobrado en actos que me entusiasman grandemente y que desearía compartir con los lectores: entonces rompo la regla y lo explico así en mi artículo, porque mi vanidad es tan grande que temo el que se me ponga en entredicho. Más en serio, pienso que es un asunto muy delicado y que se debe resolver casuísticamente, aunque se respete esta regla en lo general.
5. Nunca arremeter contra las opiniones de los otros críticos, así se esté en profundo desacuerdo con sus puntos de vista; nadie puede estar tar seguro de saber más que los otros, o tener siempre la razón. Además, se ofrecen espectáculos de falta de ética profesional para regocijo de las almas mezquinas.
6. Refrendar siempre las citas, los datos o las asociaciones que se tengan respecto a un autor o un montaje. Nada peor que un dato fuera de lugar o equivocado: los errores de apreciación de lo visto nos son comunes a todos. Los errores de información nunca nos deben ser permitidos.
Este medio decálogo, un poco para andar por casa, es lo fundamental a lo que me atengo y pensé que era buen momento para compartirlo con la gente que, a lo mejor, me lee.