Ilan Semo
Chartier: La historia como arte del asombro

En Bizancio o en Toledo, en el siglo IX de nuestra era, cuando los cabalistas ya habían postulado su versión de las ocho posibilidades del saber, Roger Chartier habría encabezado, con una definitiva inclinación intelectual, algún aquelarre de afanes gnósticos. En el Siglo de Oro, Quevedo le hubiera procurado, acaso, un sitio esmerado en su catálogo de herejías y heresiarcas imprescindibles y una sepultura en el ``océano del tiempo''. Se le puede imaginar también en la Academia Francesa confabulando con Diderot contra la represividad del pudor de la sociedad cortesana.

Pero la fortuna o la casualidad le destinaron el siglo XX, la Ecole des Hautes Etudes, las ciudades universitarias de París, el 68 y una generación de maestros y cómplices intelectuales que concibieron la más venerable de las revueltas en la escritura de la historia desde que Ranke sedujo a un siglo entero con la imponencia de su sombra y la profundidad de sus dudas. Menciono algunos de los que nos son familiares: Foucault, De Certeau, Rancière. Allí, en ese laboratorio universal de la imaginación histórica que fue el París de los setentas y los ochentas, Chartier publicó su libro capital sobre El mundo como representación (Gedisa, 1992), otro que lo convirtió en protagonista de una señalada ``ruptura historiográfica'': Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna (Alianza, 1993) y su continuación hacia eras anteriores: El orden de los libros (Gedisa, 1994).

Esa inocente imagen que evoca a los años sesenta como un festín de pasiones públicas es precisa, si se recuerda que una de las más difundidas aclamaba la intrascendencia del sujeto central de toda pasión (pública o privada): el individuo. El estructuralismo fue un movimiento doble. Por un lado, convirtió a la crítica del individualismo en una anulación de la individualidad --y por ende de la diversidad y la pluralidad-- del ser en la historia y el tiempo. Por el otro, construyó una versión de la realidad en la que estructuras y relaciones abstractas secuestraban los sentidos de la acción del individuo, más allá de sus percepciones e intenciones. El individuo devino un ventriluoco de la ``estructura''.

La crítica a esta mutilación de la posibilidad (es decir: de la realidad) del ser provino de múltiples frentes. Roger Chartier, Carlo Ginzburg, Haydn White, Reinhart Kosseleck lo hicieron desde la reinterpretación del papel de la cultura en el proceso de la historia. Norbert Elias, sociólogo y antropólogo alemán, es acaso el precursor más frecuentado de la reapropiación de la noción de cultura que acabó por gestar un territorio imprevisto en la escritura de la historia: la historia cultural.

Si por ``cultura'' entendemos, con Elias, las obras, los sentidos y los órdenes del cuerpo que dominan a los juicios estéticos de una sociedad y, simultáneamente, las prácticas comunes --``sin cualidades'' manifiestas ni textuales-- que tejen el entramado de la vida cotidiana y posibilitan a una comunidad reflexionar sobre su relación con el mundo y el pasado, Roger Chartier ha llevado esta noción al territorio más misterioso en el que se gesta la magia donde el individuo se apropia de sentidos no previstos en ninguna condena estructural: el individuo lector.

El acto de leer es un acto social. Descubrir la sociabilidad de la escritura, la producción y distribución del texto, su recepción entre los lectores y sus metamorfosis en el imaginario público es, para Chartier, descubrir el sitio en el que la individuación se convierte, a través del texto, en una realidad y una existencia que hacen de la ``sociedad'' y el ``individuo'' dos instancias deletreables que se comunican entre sí.

La historia cultural de Roger Chartier devuelve al pasado el enigma de las posibilidades del ser sin renunciar a la voluntad crítica de explicarlo como una criatura de su contexto. Es un respiro y una renovación para una escritura de la historia que había perdido el signo de su criticidad y una vindicación del mayor de los misterios que toda reflexión sobre el pasado (que se respete) debe saber enfrentar: la de restituir a la historia como un territorio del asombro donde el individuo se fabrica y autofabrica de manera infinita e impredecible.