Horacio Labastida
Las fuentes de la violencia

A Carlos Abdó Bach,muerto de muerte injusta

Tienen razón Renatus Hartogs y Eric Artzt al aseverar en su Violence. Causes & Solutions (Laurel-Dell Co., New York, 1970) que intentar una clasificación de los orígenes de la violencia es extremadamente difícil, pues son complejísimos y muy variados los factores que al conjugarse determinan la explosión brutal contra los demás y el orden que representan, aunque dichos autores, luego de analizar las tesis de Freud y Dollard descargas del instinto tánico o agresión por frustración no dejan de proponer tres encasillados: violencia organizada, la espontánea y la patológica, comprendiendo en ésta, por ejemplo, las psicosis y aún la genética o la impulsada por alteraciones del sistema límbico, en el cerebro. Nuestro enfoque es distinto, quizá incluyente, por apoyarse en el juicio de síntesis propio de las ciencias sociales y políticas; y es así posible develar las raíces de los impulsos destructivos en una visión tridimensional de la sociedad: la llamada sociedad civil como representación de las relaciones no políticas del hombre, el Estado o representación de las relaciones políticas, y la intercomunicación de estas relaciones con las primeras. Claro que al considerar tales vertientes en su enhebramiento con el acto bárbaro sólo señalaremos las causas generales, no sin reconocer que puede haber otras particulares o de menor cuantía, y por supuesto también aceptamos la idea de violencia como acción contracultural, un choque del ser con el deber ser, una negación agresiva de lo aceptado, connotación ésta no aplicable a la rebelión revolucionaria que busca la justicia, o a la resistencia civil que rechaza lo arbitrario.

Vayamos, pues, adelante. En el lado de la sociedad civil saltan de inmediato los graves desequilibrios que separan a los distintos estratos que la componen.

En México la situación es desastrosa desde el amanecer de nuestra Independencia; siempre las masas han padecido hambre e injusticia frente a núcleos muy minoritarios de opulencia y ociosidad; el lunes pasado (La Jornada, No.4224) David Márquez Ayala informó de tal disparidad, en la que nuestro país ocupa lugar vergonzoso: mientras el 10 por ciento próspero absorbe alrededor de la mitad del ingreso, el 60 por ciento de la población recibe entre el 15 y el 25 por ciento, datos inauditos porque muestran que, en lugar de ascender, descendemos en las escalas de la equidad material y espiritual. Y este desajuste es el huerto negro donde florecen la delincuencia y la ira de quienes nada tienen contra los que tienen poco o mucho.

En el otro lado está el Estado de derecho continuamente violado por los titulares del aparato gubernamental; no sólo niegan o hacen derogar leyes que contienen los altos valores que el Estado debe realizar, sino que declinan sus responsabilidades ante la nación para ejercer sus poderes en beneficio de las castas afluentes que los apuntalan. Estos agudos desfasamientos al interior del Estado, que muestran las honduras de su descomposición, son el vigoroso aliento a la violencia que emana de la sociedad política. Y ahora la tercera dimensión. El Estado de derecho burlado y los desequilibrios clasistas en la sociedad civil son elementos que inducen las fuertes tensiones derivadas de la imposibilidad estructural del gobierno para atender las demandas comunes, puesto que hacerlo rompería los compromisos que desde su génesis tienen sus titulares con las élites que apersonan; el cambio de este engranaje sería una revolución que no puede darse sin el apoyo de los más.

Recientemente Robert J. Samuelson escribió en Newsweek (8/1/1996) que la actual protesta de los estadunidenses se debe no a pobreza y sí al exceso de esperanzas fallidas que las autoridades les han ofrecido. En México las cosas son diferentes: aquí el hambre es real y las expectativas que propagan los gobiernos son engaños y no ilusiones. Algún sabio de la antigua Roma republicana, a lo mejor Cicerón, dijo que acercar al pueblo un plato sin pan ni circo es el principio de la catástrofe.