Borges: una poética de la lectura
Sin duda, nuestro idioma diablea y diamantea. Nuestro idioma, por ejemplo, quiso que la palabra lectura se parezca a la palabra locura. Y Cervantes y Saavedra, perdurable internuncio de esta lengua magnífica, o digo mejor munífica, acabó de fraternizarlas para todos los siglos en su gran novela de la vida. Del fatal engarce se puede seguir que un poeta tomado vorazmente de los libros, un poeta cuya sazón de incesante lenguaje se cumple antes en días leídos que escritos, y halla su ápice en el impávido gesto de una página cuajada de glifos y grafías, está condenado a cascar locura con locura. El delirio de aquel que deslié en voz y clave la sinuosa sustancia del universo, galvaniza o se galvaniza por el embaimiento de aquel que acata la biblioteca y la variedad de su desvarío. Dos fuerzas que conspiran, una con la otra y una por la otra, en un solo corazón.
Jorge Luis Borges tuvo un solo corazón y tuvo el interminable trabajo de esas dos fuerzas dentro de sí. No es fortuito que hiciera la figura pública de un hombre sabio y sentencioso que discurre por el mundo con esa temblorosa lucidez que, inconscientemente, tanto evoca ciertas formas de la locura. Así y todo, para la opinión general que hasta sus estrictos versos y su escandida prosa se ha acercado, esa obra es hija sobre todo de un intelecto sin fisuras. Esa poesía es la empresa concentradamente intelectual de un individuo consumado, como en íntimo delirio, en sutiles ciencias del verbo, el pensamiento y la imaginación. Sin embargo, no es quizás la inteligencia el pálpito más vivo y laborioso del corazón? No ocurre de alguna suerte que, al igual que los santos son los más grandes pecadores, los hombres encastillados en la inteligencia y en las potestades del raciocinio son los más corazonados? No fue Borges un poeta a toda la anchura del pecho?
Los más de sus lectores probablemente discreparían de tal presunción. Comentaristas y estudiosos de la poesía borgesiana suelen arraigarlo en la morosa biblioteca y lejos de la rumorosa vida. Según esa razón, Borges fue un poeta libresco y todo sienes en el que la común existencia se azurronó en el fruto mustio de la vida personal. Acaso él mismo contribuyó a difundir esa leyenda llevado de su constitucional y bien conocida timidez. Como quiera que sea, pasado el tiempo desde su muerte, el testimonio de algunos que orbitaron en torno suyo Ñen especial ciertas unciosas amigasÑ nos revela a un hombre de vivencia, de humores y amores en la raíz de la carne.
Por lo demás, no es Borges el único escritor cuya invasiva vocación literaria se endereza a encarnar más en una bibliografía que en una biografía. Pero lo que se echa de ver es que, en ningún caso, el entredicho es posible. Todo ser humano es dueño y pergeño de una vida propia y en premiosa latecia, inexcusable aun bajo cualquier cifra de marginación, recogimiento o inanidad.
En ese tren de ideas, no hemos de ver en Borges a un poeta marmóreo que elevó la paráfrasis y el apunte de inmemorables literaturas a un sistema poético infinitamente autorreferencial. Al menos no del todo; no en principio ni en sustancia, aunque lo parezca en forma. Efectivamente, la poética borgesiana envuelve el propósito de establecer un código que revele en cuanto literatura a la literatura misma, con objeto de erigirla en la categoría única y verosímil bajo la cual la vida múltiple y voltaira, caótica e impenetrable, puede ser fijada. No para congelarla, sino para que su fuego y su ceniza se tornen en acto enterizo que escape al tiempo, porque condense todo los tiempos en la aparente anodinia y fragilidad de los símbolos escritos. Y entonces apenas con leer de veras se escribe de veras, y se desencadena el motor misterioso de ese código extraordinario de la vida.
El poema emerge, pues, como fórmula exacerbada de la razón, y por lo tanto, anómala; desvariante en su lúcida quimera. Pretende sin más actualizar la vida en absoluto mediante la actualización del sentido de los discursos poéticos en un texto instantáneo y simultáneo con la tradición literaria universal. Un texto proveedor de su inherente y perpetua lectura. Un texto lectura. Una lectura locura.
Y no podría ser de otro modo. En rigor de verdad, la precisión anda por dentro. En Borges existe a no dudarlo un devaneo metafísico que siempre linda con la demencia que la razón total entraña. No olvidemos que ésa es asimismo la veleidad de un Mallarmé, por caso; y en general de las experiencias más extremas de la poesía moderna y su desolación nominalista. En suma, el texto es el cosmos, el ámbito de todo vivir. La lectura, una vida vivida según esa sensualidad que en ciertos espíritus es una forma de la inteligencia. Genio y figura de nuestro argentino. Desde Fervor de Buenos Aires hasta Los conjurados, los poemas de Borges versan el universo. Eso es, Borges es un poeta de la vida.
Desde luego, la impresionante arboladura erudita de los libros de este autor ponen en pasmarote casi a todos sus críticos, que hacen de su mitología intelectual un botín de temas y motivos culturalistas. Los espejos y los laberintos, las espadas y los sueños, el mar y la memoria. O que reducen su poderosa sintaxis a una retórica. Pero me impacienta constatar que los tales críticos con harta molicie se arregostan en el monumento literario y se dan a ignorar que esos numerosos indicios y esquemas culturalistas suelen ir iluminados como a trasluz por motivos de llana vida: dolor, amor, dicha. Nada más y todo más.
En una palabra: vida como es. Vida en avidez. Con todos los sentidos abrazada, incluido el sentido de la minuciosa inteligencia, esa que palpa la vida como deletrearla. De ahí que las escalas de la existencia comporten siempre en la poesía borgesiana escolios de lecturas. Pero hay que saber mirar las dos cosas en toda su unidad y mutua consecuencia. Borges fue un hombre común que decidió vivir como leer, y leer como vivir. Y para colmo de lecturas, quiero decir de locuras, era poeta. Eso sí, para mayor prez y decoro de nosotros, sus tardos legatarios.